Sólo a través de una pequeña ventana, desde un concreto rincón del hoyo 1 del Lake Course del Olympic Golf Club, es posible contemplar la inmensidad del océano Pacífico, ver sus diáfanas aguas penetrando en una de las bahías más icónicas del planeta. Para desgracia de los jugadores, esta semana su plan no consiste en sentarse en el muelle a ver cómo la marea va y viene, sube y baja sobre Frisco Bay. Después del hoyo 1 el campo se enmaraña, se vuelve agreste y salvaje, se convierte en una larga sucesión de estrechas y sinuosas calles sobre las laderas de unas colinas que en los más de ciento cincuenta años que tiene el club han contemplado la muerte, deportiva, de grandes nombres. De grandes hombres que parecieron pequeños a la sombra de estos cipreses.
El US Open visita por quinta vez estos parajes hechos a la medida de un torneo que se jacta de coronar, cada tercer fin de semana de junio, Día del Padre en los Estados Unidos, al jugador más completo, al más resistente y tenaz. Al más recto desde el tee y más preciso con los hierros. Al que, sin necesidad de alardes, convierte bogeys en pares y a quien es capaz de olvidar y pasar página después de que golpes que en el cielo parecen excelentes terminen en zonas poco deseadas.
Durante esta semana a los jugadores, los mejores del mundo, no les quedará otra que recurrir a un kit de supervivencia que normalmente no necesitan. El manual del campo invita al sacrificio de la distancia a cambio de precisión, a la necesidad de tener afilados los wedges para sacar la bola con suavidad desde el espeso rough alrededor de green. El torneo parece una invitación para que tipos como Donald o Westwood ganen su merecido primer grande. No parece, en cambio, que los grandes pegadores puedan sentirse cómodos en esa atmósfera anaerobia que se respira en el medio de las estrechas calles del Lake Course. Mucho deberán reajustar su juego el actual campeón del Masters, Bubba Watson, o el español Álvaro Quirós si no quieren acabar desquiciados por el campo.
Muy cerca de casa, en su California natal, juega Tiger. La última vez que regresó, durante un US Open, fue en Torrey Pines y, cual hijo pródigo, ganó. Sólo le hizo falta una rodilla sana y mucho corazón para vencer en el desempate a Rocco Mediate. Ahora su juego parece más ajustado o así, al menos, lo pareció durante el Memorial.
Estaremos atentos, cómo no, a la evolución del juego de los españoles. Las opciones son marginales, pero nuestros chicos se encuentran cómodos bajo el radar. Rafael Cabrera-Bello y Gonzalo Fernández-Castaño llegan en un buen momento, pero su juego no parece poseer todas las armas necesarias para triunfar en un US Open. A Jiménez el campo se le puede hacer largo (aunque el Lake Course es menos «extremo» en ese aspecto que las sedes de años anteriores), y a Sergio, directamente, si no está centrado en el juego, una pesadilla.
Y es que el Lake Course, con setup US Open, es, como la famosa novela de Miguel Delibes, una lucha baldía por mantener la esperanza. Lo angosto de las calles, las escasas concesiones a las vistas y los greenes de cristal lucharán por eliminar cualquier rastro de optimismo. Por ello, ganará, me atrevería a apostar, el que en medio de las alargadas sombras de los cipreses mantenga en su mente, durante todo el recorrido, la visión idílica del vasto océano que te regala el campo en el hoyo 1 a modo de bienvenida al infierno.
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