A las cinco de la tarde. Así comenzarían los versos del poema de la Ryder Cup 2012 si Lorca pudiera escribirlos. Serían la crónica de un llanto muy diferente al que le dedicó al torero Sánchez Mejías, fallecido sobre la arena de la plaza. A las cinco de la tarde, y algunos minutos, para ser sinceros, Martin Kaymer metió el putt decisivo, el que aseguraba la Ryder Cup para Europa y el que resarcía al golf alemán, y europeo, de aquel funesto fallo de Langer en las playas de Kiawah.
De azul y blanco continuaría el poeta, vistieron los héroes. De azul y blanco, también, pero a rayas, los caídos. Gloria y honor merecen los derrotados, autores de dos jornadas de dobles a la altura de las mejores de la historia del torneo. Para su desgracia, el domingo, los estadounidenses se volvieron humanos, conocieron la miseria que rodea a los bordes del hoyo, la crudeza de las corbatas y el sinsabor de ver a los rivales embocar desde todas las esquinas. En su favor y homenaje, reconocer que no perdieron jamás el temple ni la compostura. Se mantuvieron fieles a los valores que el deporte del golf representa y defiende en medio del sinsentido generalizado que nos invade.
El escenario estuvo a la altura. En las afueras de Chicago existe una joya que el mundo del golf debe seguir explotando, un campo ideal para la modalidad de match play que lució sus mejores galas y que presentó un ambiente fantástico. El domingo, en cambio, las calles de Medinah, ruidosas tuberías durante los dos primeros días, se convirtieron de pronto en silenciosos bulevares por los que la legión europea penetró a base de buen juego. Lo hicieron poco a poco, sabiendo desde el primer instante que las grandes gestas se alimentan de pequeños momentos y de mucha perseverancia. Las estrellas del combinado europeo empezaron a justificar su caché. Avanzaba la tarde en Chicago, caía la noche en España, y el sueño empezaba a parecer real.
Hubo golpes claves. Justin Rose embocó tres putts consecutivos de enorme mérito para remontarle el partido a Mickelson in extremis del mismo modo que Jim Furyk dejó de embocar tres oportunidades claras en los últimos instantes para ponerle en bandeja el punto a un Sergio García que no acabó de brillar en su competición fetiche. Chema Olazábal, el capitán, diana de críticas de diversa índole durante los dos primeros días, se multiplicó para estar siempre donde sus pupilos más necesitaban. Al final, cuando Kaymer embocó el putt decisivo, prefirió mantenerse en un segundo plano, en el medio de la calle y no al borde del green, al más puro estilo Del Bosque, para compartir con su amigo Seve uno de los momentos más felices de su vida. Un abrazo de Poulter, otro de Rose, y rápidamente a seguir trabajando para darle un consejo a Francesco Molinari, quien esperaba en el búnker con la intención de conquistar medio punto que, además de retener la copa, permitiría a la postre ganarla con todas las de la ley.
Fue la Ryder de Chema, claro, pero también fue la Ryder de Poulter. Sus cinco birdies consecutivos al ocaso de un sábado en el que los estadounidenses parecían estar confirmando su victoria infundieron el valor y la fe necesarios para lo que tendría que suceder un día después en uno de esos domingos que justifican la existencia del resto de días de la semana, que llenan de sentido los 730 días que separan a una y otra edición de esta competición sin igual.
Lloró Chema. Lloró Poulter. Lloraron muchos aficionados en el campo o en sus casas. Se consiguió un triunfo difícil de creer que sólo puede responder a motivos que van más allá de la ciencia. Esta vez el llanto fue alegre. Fue el fruto de una remontada histórica sacada de la misma manga del uniforme del equipo europeo en la que aparecía dibujado el perfil de Seve celebrando el último putt de su Open Championship en Saint Andrews. Fue la consecuencia misma de un espíritu europeo que no existe como tal en el mundo de las finanzas o de los políticos, pero que se hizo presente en el corazón del imperio norteamericano, que se hizo realidad gracias a un héroe que sigue iluminando al mundo después de muerto. Ojalá el poeta lo hubiera podido contar. Ojalá Ballesteros, genio, lo hayas podido ver.
Deja un comentario