Que el golf es un deporte para ricos dejó de ser cierto hace mucho tiempo. Cualquiera que se acerque a este deporte se encontrará con una amplísima panoplia de palos y bolas con unos rangos de precios aptos para casi todos los bolsillos. Pero las cosas no siempre fueron así. Hace unos cuantos cientos de años, el factor limitante para jugar al golf era el material, y especialmente la bola.
La opinión generalizada entre los historiadores del golf es que a las formas más primitivas del golf se jugaba con bolas de madera. Ese convencimiento surge de que a los juegos que se tienen como precursores del golf, como el jeu de mall, el kolven o la paganica, se jugaba con bolas de madera. Sin embargo, hay pocas pruebas sólidas en tal sentido puesto que hasta la fecha no se ha encontrado ninguna bola de madera con la que se jugara al golf. La llegada del siglo XVII trajo una nueva bola, la bola de plumas o featherie (feather en inglés significa pluma), que se convertiría en estándar durante doscientos cincuenta años.
Una featherie constaba de una cubierta de cuero y un núcleo de plumas de ganso apelmazadas, aunque en los modelos más primitivos probablemente se usaba lana o crin de caballo. Las técnicas y habilidades necesarias para hacer una featherie pasaban oralmente de maestros a aprendices y nunca salían del taller, por lo que lo que sabemos hoy día proviene de los intentos contemporáneos de reproducir la fabricación de aquellas bolas.
Para hacer una featherie se comenzaba por recortar tres piezas de cuero de vaca, una en forma de cinta que formaría el ecuador de la bola y dos circulares para los casquetes, que se cosían con un hilo grueso encerado dejando un pequeño orificio por el que introducir las plumas. La esfera hueca de cuero se sumergía en agua y alumbre y se le daba la vuelta para dejar la costura hacia dentro.
Las plumas para el relleno debían ser del pecho del ganso, para que fueran pequeñas y, sobre todo, sin cañones que pudieran producir irregularidades en la superficie o incluso llegar a pincharla. Tradicionalmente se ha dicho para hacer una featherie hacía falta la cantidad de plumas necesaria para llenar un sombrero de copa, aunque los que han construido featheries siguiendo las formas tradicionales aseguran que son bastantes más.
Las plumas se cocían primero y todavía empapadas y calientes se comenzaban a introducir con el dedo por la abertura que se había dejado en la bola. Cuando el dedo era incapaz de seguir, el ballmaker se ayudaba de un punzón con el mango en forma de T. Cuando la fuerza del brazo no era suficiente, el ballmaker se ponía un arnés con un vástago que salía del pecho en el que encastrar el punzón y así introducir las últimas plumas con la ayuda de su propio peso. Finalmente se cerraba el orificio, se golpeaba la bola con un mazo para eliminar irregularidades de la superficie y se dejaba secar. Al secarse, la piel encogía y las plumas se expandían, endureciendo aún más la bola. El resultado era una bola aproximadamente esférica, dura y firme como una piedra. Para acabar se le daban varias capas de pintura blanca y se estampaba el nombre del fabricante.
Tradicionalmente ser fabricante de bolas se consideró un oficio de riesgo. Se contaban truculentas historias de ballmakers empalados al romperse el vástago con el que se ayudaban para meter las últimas plumas. También se decía que sus condiciones de trabajo, respirando en un ambiente lleno de pelillos soltados por las plumas y haciendo una presión constante con el pecho para fabricar las bolas, resultaban deletéreas y que acababan muriendo de enfermedades pulmonares. Es cierto que la mortalidad por problemas pulmonares era muy alta, como lo era en toda la población, pero lo más probable es que la causa fuera más la tuberculosis, prevalente por aquel entonces, que una enfermedad pulmonar directamente atribuible a su oficio. Tampoco queda claro que tuvieran una esperanza de vida significativamente inferior al resto de la población.
Sin un estándar al que ceñirse ni un cuerpo normativo que seguir, el tamaño y el peso de la bola de plumas quedaba a la discreción de quien la hacía, que generalmente era un buen jugador de golf y se dejaba llevar por su experiencia y resultados. El peso venía determinado por el grosor de la cubierta de cuero, ya que la cantidad de plumas tenía una influencia despreciable. La mayoría de bolas pesaban entre los 40 y los 42 gramos. William Gourlay y después su hijo John, se distinguían por hacer bolas más pequeñas y pesadas, que volaban más por tanto, porque usaba un cuero de mayor grosor. La calidad del trabajo de los Gourlay les colocó como los mejores ballmakers de su tiempo, por encima del celebérrimo Allan Robertson. El apellido Gourlay se convirtió en sinónimo de featherie de calidad.
A pesar de lo primitivo de los materiales, una featherie era una bola muy viva, que volaba de forma estable por las pequeñas irregularidades de la superficie y las costuras, y que podía alcanzar gran distancia. Parece constatado que en 1836 un tal Samuel Messieux, profesor de francés en la Universidad de St Andrews, consiguió un drive de 361 yardas a través de los Campos Elíseos del hoyo 14 del Old Course. Que el golpe se consiguiera con viento a favor y sobre un terreno helado no le quita mérito.
Como puede verse, la fabricación de una featherie era un proceso laborioso y difícil que se hacía enteramente a mano. Un buen ballmaker no podía hacer más de dos o tres bolas al día y si hacía más es que no era un buen ballmaker. Había formas de agilizar el proceso y de llegar a hacer cinco o seis bolas al día, como usar un cuero de menor grosor más fácil de coser e invaginar o introducir menos cantidad de plumas, pero daban como resultado bolas de inferior calidad. Allan Robertson, gran dominador del mercado de bolas junto con William Gourlay de Musselbugh, fabricaba en su taller, que era la cocina de su casa, unas 2500 bolas al año, con la ayuda de sus dos aprendices Tom Morris y Lang Willie.
El precio que alcanzaban estas bolas era absolutamente prohibitivo, solo al alcance de las capas más altas de la sociedad. A modo de comparación, un driver de la época costaba 4 chelines escoceses, en tanto que una featherie costaba 15. Trasladados a nuestros tiempos, una docena de featheries costaría más de 100 euros. Aquellos que no podían permitirse usar featheries, que eran la inmensa mayoría, usaban una bola hecha a partir de una esfera de corcho a la que se le introducían clavos para aumentar su peso y que recibía el nombre de sillybodkin. El término sillybodkin se usaba para denominar a los chavales que usaban palos rotos o reconstruidos para jugar a algo similar al golf en la calles de la ciudad de St. Andrews y que usaban ese tipo de bola, que por extensión tomó el mismo nombre. Los sillybodkins (literalmente, «punzones bobos») eran el temor de las farolas, ventanas, perros dormidos e incluso transeúntes de St. Andrews.
Al imposible precio de la featherie había que sumar su escasa durabilidad. Era una bola que se desgastaba con suma facilidad y rara vez daba para más de una vuelta. Lo normal es que un caballero iniciara una vuelta con cuatro o cinco bolas.
Todo ello hizo crecer la importancia de los caddies, especialmente los forecaddies (“oteadores” o “caddies adelantados”), a la hora de marcar el sitio donde aterrizaba la bola, para sacarla rápido de los charcos evitando que se convirtiera en una masa fofa de cuero y plumas, y para ayudar en su búsqueda cuando iba a mal sitio. Siendo las featheries caras como eran, muchos olvidaban esas nobles tareas y se dedicaron a idear las más variadas tretas con el fin de que el caballero perdiera la bola. Recordemos que un buen porcentaje de caddies del XIX eran poco más que rufianes y desaprensivos, cuyas artimañas encajarían limpiamente en la mejor tradición de la novela picaresca de nuestro Siglo de Oro.
La más elaborada de las trapacerías la desarrolló Willie “el trampilla” (Trapdoor Willie). Este pájaro fingía tener una pierna más corta que la otra y para llevar una bota ortopédica con una suela mucho más gruesa. La suela de la bota estaba hueca y en el tacón llevaba una trampilla de modo que con solo pisar la bola con el tacón, la trampilla se abría y la bola pasaba a alojarse en la suela. Se dice que le podían caber hasta media docena de bolas.
Otra de las prácticas arteras consistía en remover el fondo del Swilcan Burn aguas arriba del Old Course, con el fin de que las aguas bajaran turbias y no fuera posible ver las bolas que iban a parar a él. Cuando el jugador abandonaba el lugar, bastaba con dejar pasar un rato para que el agua se aclarase y poder recuperar la bola tranquilamente.
La bola de plumas comenzó a ver el final de sus dos siglos de historia a partir de 1848 con la llegada de la bola de gutapercha y de los palos de cabeza metálica, que literalmente destrozaban la bola de plumas. Pero eso es otra historia.
2 comentarios a “Bolas de plumas”
Gran artículo
Sorprendente la historia de las estas bolas.
buen articulo
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