Severiano Ballesteros jugó su primer Masters en 1977. Por aquel entonces no dejaba de ser un joven muy prometedor llegado de España, un país que no contaba con una cantera especialmente prolija en el mundo del golf. Había quedado segundo en el Open del año anterior tras un approach que dejó boquiabierto a medio planeta en el green del 18 de Royal Birkdale. Lideró durante tres jornadas y, tras 74 impactos en la última, empató en un acumulado de menos tres junto a un tal Jack Nicklaus. Johnny Miller se llevó la jarra de clarete. No era de extrañar que estuviera especialmente emocionado de visitar el Augusta National por primera vez y de medirse al campo que un día imaginó Bobby Jones.
Terminó trigésimo tercero y algo decepcionado con su rendimiento. En 1978 llegaría mejor preparado, sabedor de que este recorrido tenía sus particularidades. Emparejado con Gary Player en la última jornada y sin opciones de victoria, se dispuso a aprender de un hombre que ya había ganado allí con anterioridad. Nadie pensaba que el sudafricano tuviera una opción de llevarse la chaqueta verde, algo que él mismo sentía. “Esta gente piensa que no pueda ganar”, le dijo a Seve. “Tú mírame, se lo voy a demostrar”.
En una de las remontadas más memorables que se recuerdan en una vuelta final de un grande, Player firmó siete birdies en sus últimos diez hoyos y se impuso a Rod Funseth, Hurbert Green y Tom Watson. Seve le abrazó y le dijo: “Me has enseñado cómo ganar”. Terminó decimoctavo y en 1979 decimosegundo, su mejor resultado hasta la fecha. Su progresión en el Masters había sido encomiable, pero tras ganar su primer Open esa misma temporada en Royal Lytham, se marcó su siguiente gran objetivo: había que vestirse de verde. Aquel invierno se puso a trabajar en un pequeño draw que le ayudara a dibujar con facilidad las curvas de las calles del campo, pasó cientos de horas pateando para estar preparado para los últimos dieciocho hoyos y recortó levemente su backswing, en un intento de mantener bajo control su agresividad en determinados momentos.
Ese trabajo desembocó en un 66 en la primera jornada, un 69 en la segunda y un 68 en la tercera, en lo que se recuerda como el Masters de Seve. Ese nombre no se debe solo a que lo ganó, sino que su despliegue fue tan impresionante que llegó a liderar con nada menos que diez golpes de ventaja en la jornada final, amenazando el récord que estableció Jack Nicklaus en 1965 de diecisiete bajo par. Finalmente se quedó en el menos trece, venciendo por cuatro golpes de ventaja a Gibby Gilbert y Jack Newton.
Probablemente se acordara de las palabras de Player cuando algún aficionado gritara en su contra, o susurrara en algún putt importante. En 1983 llevó a su padre a aquel escenario y le dijo: “Este campo es especial porque cada vez que cometes un error mental lo terminas pagando”. Es probable que no lo hubiera conseguido sin ver cómo antes lo hacía Player, los hoyos en los que tiraba a bandera y los que decidía ser más conservador, a pesar de necesitar una remontada.
El tiempo ha demostrado que tenía razón, que hay un método de afrontar este campo que funciona mejor que el tradicional. No es una casualidad que Jack Nicklaus renaciera en 1986 para llevarse allí su último grande o que durante las últimas temporadas hayamos visto a veteranos que parecen parar por una semana su reloj interno para volver a destacar, véase a Fred Couples o Ángel Cabrera. Para ganar allí hay que conocerlo y el primer paso, a juzgar por sus campeones, es cogerle cierto cariño. Nunca un campeón del Masters se atrevió a decir que el diseño de Jones y MacKenzie “no le gustaba”. Es un torneo distinto.
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