En el golf, un deporte cuya modalidad más habitual en el ámbito profesional se extiende a lo largo de cuatro jornadas de cuatro horas (ojalá fueran solo cuatro, pensará más de uno), las instantáneas se acumulan y estos retazos de realidad no suelen ofrecer una imagen representativa de lo que ocurre en general. Pero en ocasiones un momento fugaz, un golpe aislado, pasa de anécdota a categoría y se convierte en una metáfora certera. Como lo ocurrido en el hoyo 17 de Royal Liverpool en la segunda jornada del Open Championship con Rory McIlroy y Tiger Woods, la escenificación del cambio de guardia en el golf mundial resumida en dos golpes.
Llegaba Woods al tee del 17 en tierra de nadie, al par del campo en el agregado después de acumular un duro +3 en sus dos primeros hoyos, y echaba mano de un arma, el driver, con la que ya no asusta a nadie (salvo quizá a su caddie). El resultado: swing descontrolado fuera de límites, seguido por otro swing por compensación con la segunda bola que acababa a más de cien metros de la primera. Es decir, triple bogey y corte en peligro, aunque el californiano conservara la presencia de ánimo y salvara los muebles con un buen birdie en el último hoyo.
Le damos al botón de avance rápido y aparece en escena y en el mismo tee del 17 un Rory McIlroy imperial, que después de un bogey inicial que alimentó brevemente las esperanzas de los agoreros de la teoría de los viernes malditos se puso a jugar al golf como quien lo inventó… o seguramente mejor. Con la misma confianza que le había llevado a firmar cinco birdies hasta ese momento y a bordar su golf, en el mismo hoyo de la debacle de Tiger el norirlandés clavaba en calle un drive de 360 metros que dejaba la bola casi asomada al green. Después, approach rutinario, nuevo birdie y remate en el 18 con otro «pajarito» más para colocar el -12 en el marcador… y nueve golpes de margen sobre Scott, diez con respecto a Rose, doce sobre Mickelson y catorce sobre Tiger.
Y creerán que nos excedemos con las loas, pero visto su rendimiento en los greens los dos primeros días de este Open Championship a nadie le hubiera extrañado que ese -12 fuera un -15 o un -17. Como ocurrió en Congressional, así es Rory cuando todo encaja: naturalidad, potencia y precisión hechos jugador de golf.
Por detrás, y en un turno vespertino mucho más amable (del que solo ha podido aprovecharse uno de los cinco españoles, Sergio García) un heroico Dustin Johnson entregaba la mejor tarjeta del día con un 65 sin bogeys para acabar a cuatro golpes de McIlroy en el partido estelar como cabeza de playa de los perseguidores.
Con dos golpes más un gran Sergio García, que superó los sobresaltos iniciales (con dos bogeys y un eagle en los tres primeros hoyos) para certificar una gran vuelta en el hoyo 18 y formar parte de un sexteto que, con -6, intentará sacar partido a la jornada del movimiento. Aunque quizá haya estado menos acertado en los greens que el primer día, García ha sabido tener paciencia y aguantar cuando le venían «mal dadas» y se ha convertido en la última esperanza española después de la caída de Jiménez, Cabrera-Bello, Fernández-Castaño y Larrazábal en el turno de mañana.
Junto a García, Francesco Molinari, los estadounidenses Ryan Moore y Rickie Fowler, y los sudafricanos Charl Schwartzel y Louis Oosthuizen, dos de los que también ganaron terreno con una gran vuelta por la tarde, mientras que también dentro del top ten está el único representante del turno de mañana, George Coetzee con -5, acompañado de Jim Furyk.
Y por detrás, Tiger Woods le queda solo una tarea ante sí: convencer a su capitán, el gran Tom Watson (que ha vuelto a superar un corte más en su torneo talismán) que se merece una plaza en Gleneagles haciendo un papel digno durante el fin de semana. Magro objetivo para quien lo ha sido todo en el mundo del golf.
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