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Zona Pro

El chico que odiaba a los abogados

Enrique Soto | 02 de diciembre de 2013

El golf es un deporte caprichoso. A finales del año pasado, el planeta clamaba por un duelo en la cumbre entre Tiger Woods, el furioso dictador que había acaparado victorias durante más de una década, y Rory McIlory, el firme candidato a la sucesión en el trono. Nunca en la carrera del eterno número uno se había encontrado con un aspirante similar, tan talentoso como para atacar cada bandera de los campos sin despeinarse, sonriendo, como si a sus veintitrés primaveras no hubiera conocido todavía la palabra derrota. Cuando llegaban los últimos hoyos de un campeonato, Rory, además, alcanzaba una velocidad que nadie era capaz de percibir. El duelo estaba servido para 2013 pero, como decíamos, el golf tenía otros asuntos pendientes por resolver.

El joven fue hundiéndose poco a poco entre contratos multimillonarios, patrocinios, demandas con anteriores agencias de representación y rumores sobre su vida privada. “El número uno es el lugar más solitario que existe”, que dijo Annika Sorenstam. Y muy pocos, a su edad, estaban preparados para soportarlo. El swing de McIlroy se fue diluyendo entre vuelo y vuelo y esa lucha en la cumbre quedó helada, pendiente de una cuerda mientras que el viejo Tiger resurgía de nuevo voraz y poderoso. Fueron cuatro victorias en sus siete primeros torneos de la temporada, incluido aquel bote caprichoso que pegó en el mástil de una bandera del Augusta National. Antes de aquellas tardes había habido otras muchas también formidables, pero la de su victoria en The Players, en el mes de mayo, sonó como un disparo en el silencio: pum, el tirano estaba de vuelta.

Quizá fuera porque el calendario, en cualquier circuito importante, es lo suficientemente largo como para otorgar continuas alternativas a los más preparados; o puede que simplemente se tratara de que Woods, a los treinta y siete, no tiene las fuerzas ni el tiempo de prepararse tan matemáticamente como cuando se entrenaba con Butch Harmon. El caso es que su swing no llegó lo suficientemente bien a Merion, sede del US Open, y la confianza en sus posibilidades se quebró en los últimos hoyos de Muirfield, el día en que el deporte pagó una vieja fianza a Phil Mickelson. Tiger ganó en su casa, en Firestone, pero en Oak Hill volvió a diluirse en ese duelo imposible que mantiene a través de las décadas con Jack Nicklaus. Seguía siendo el mejor, pero su reinado estaba de nuevo expuesto al derribo.

Aparecido de la nada, como la mayoría de conspiradores que sueñan con quebrar un imperio, apareció un jugador que un día llegó al número tres del Ranking Mundial. Había ganado en Europa y en América, al igual que muchos, para a continuación hundirse entre lesiones, problemas financieros y una más que posible falta de fe en su futuro. Nadie reparó en Henrik Stenson cuando finalizó segundo en el Shell Houston Open, ni siquiera cuando llegó a la quinta posición en Sawgrass, escenario de su mayor victoria como profesional (2009). Podía tratarse de una leve recaída en las rachas de éxito, un breve paso por la élite antes de caer al lugar donde había perecido durante más de tres años.

Fue entonces cuando el golf reveló sus planes para esa batalla pendiente. El sueco, ávido de la gloria que perdió en el pasado, caminó desatado desde el mes de julio por las principales citas, reservadas a una exclusiva élite de jugadores. Rompió una madera, golpeó la taquilla de un vestuario y quedó segundo en el Open, tercero en el PGA y atacó en estampida para ganar las dos principales carreras de la temporada, la FedEx Cup y la Race to Dubai. El número uno pertenecía a Tiger, pero los honores fueron para él, Adam Scott, Justin Rose, Jason Dufner y Phil Mickelson; los que hicieron menos golpes cuando verdaderamente importaba.

El año parecía llegar a su fin cuando el chico que odiaba a los abogados dijo su última palabra. Fue en Australia, en un torneo aparentemente irrelevante para muchos; aunque no para él. Una vez más, este deporte caprichoso aplazaba un duelo en la cumbre para dentro de unos meses que, ya con la experiencia entre las manos, sabemos que puede no llegar a producirse. Woods busca a Nicklaus, McIlroy una década dorada y Stenson, sabedor de lo que supone el tiempo en la sombra, alejarse de aquellos días oscuros. La dirección es incierta, pero el camino se antoja apasionante.

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