“Ok, let’s go”. Pocas veces una frase tan escueta ha sido tan trascendental. El autor: Dwight D. Eisenhower, comandante en jefe de las fuerzas aliadas. Su significado: la puesta en marcha de la Operación Overlord, el llamado desembarco de Normandía, aprovechando una pequeña ventana de buen tiempo que se esperaba para el 6 de junio de 1944 en el canal de la Mancha.
Esas pocas palabras, dignas continuadoras del “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos” que pronunció Churchill durante la batalla de Inglaterra, tuvieron una importancia capital en el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Si Eisenhower llega a demorar quince días el desembarco como muchos de sus asesores le aconsejaban, la fuerza expedicionaria se hubiera topado con un intenso periodo de tormentas que habría dificultado la invasión, y las circunstancias adversas probablemente habrían provocado un estancamiento del frente y retrasado al menos un año la caída de Hitler. Como defiende el historiador Anthony Beevor, ese posible inconveniente habría tenido una notable influencia sobre el equilibrio de fuerzas en la Europa de la posguerra a causa del avance del frente oriental y la ofensiva rusa por el Rin.
Eisenhower era consciente del peso que se echaba sobre sus hombros al tomar esa decisión en Southwick Park, el cuartel general de la Fuerza Expedicionaria Aliada ubicado en el área de Portsmouth, y sufrió las consecuencias durante toda su vida. Aunque su causa era más que justa, sabía que había mandado a la muerte a miles de hombres y eso le impedía hablar ante los veteranos sin derrumbarse. De hecho, esto hizo que Eisenhower llegara a ausentarse de la celebración del décimo aniversario del desembarco pese a ocupar la presidencia de los Estados Unidos por aquel entonces.
Antes, durante y después de la guerra, Eisenhower utilizó el golf como refugio y alivio para sus tribulaciones. Cuando lo destacaron a Londres para que encabezara los esfuerzos bélicos aliados, Eisenhower decidió prescindir de su residencia oficial en la capital (más vulnerable ante un posible ataque aéreo alemán) y se instaló en una casa de dos pisos y cinco habitaciones cerca de Kingston llamada Telegraph Cottage, a unos cuarenta minutos de su cuartel general. Curiosamente, la casa daba al hoyo 13 del Coombe Hill Golf Club, uno de los mejores campos de golf de las inmediaciones de Londres, diseñado por J. F. Abercromby y entre cuyos socios más ilustres se encontraba el primer ministro del país, Winston Churchill.
Eisenhower pronunció el célebre “Ok, let’s go” en el cuartel general de Southwick Park, pero desde años antes ya meditaba largamente sobre la invasión de Europa y del norte de África en su residencia y, por qué no decirlo, en los hoyos del recorrido londinense. Aun así, el militar estadounidense solo se permitía ligeros respiros y, por motivos de seguridad y de disponibilidad, nunca jugaba más de cinco de los dieciocho hoyos del campo. Como nos cuenta John Strege en su magnífico libro When war played through (Cuando hubo que dar paso a la guerra), como su jardín daba al green del 13, Eisenhower empezaba por el tee del 14, seguía por el 15 y luego volvía a su casa jugando los hoyos 11, 12 y 13.
Los miles de soldados que el comandante en jefe envió a las playas de Normandía eran una muestra representativa de las sociedades estadounidense, inglesa, canadiense y francesa y, como es obvio, entre ellos había un buen número de jugadores de golf. Aunque la mayoría de los profesionales estadounidenses que participaban del esfuerzo bélico lo hacían en puestos más o menos resguardados y llevaban a cabo labores promocionales y de recaudación de fondos (algunos a su pesar, como Ben Hogan, que quiso ser piloto pero fue rechazado por padecer una forma benigna de hemofilia), otros llegaron a entrar en combate e incluso pisaron las playas de la costa normanda. Entre ellos, dos de los mejores golfistas de la historia, Bobby Jones y Lloyd Mangrum, jugadores a quien Eisenhower idolatraba (especialmente al primero).
En 1944, con 42 años, Robert Tyre Jones Jr., llevaba casi dos lustros retirado (aunque seguía acudiendo a sus citas con el Masters) y se resistía a desempeñar un papel protocolario en la Segunda Guerra Mundial. Encuadrado en el Cuerpo Aéreo del Ejército, y después de ocupar diversos puestos en la retaguardia, recibió varios cursos en la Escuela de Inteligencia y lo asignaron a la 84ª Escuadrilla de Caza del Noveno Mando Aéreo Táctico de la Novena Fuerza Aérea, destinada en Londres.
Poco antes del Día D, la unidad de Jones fue transformada en una unidad de infantería y fue movilizada para que, al día siguiente del desembarco, se adentrara treinta kilómetros en territorio francés y asegurara un aeródromo. El por entonces teniente coronel Jones entró en combate junto a sus hombres y durante dos días tuvieron que aguantar las andanadas enemigas, una experiencia que causó una honda impresión en el astro estadounidense. De hecho, Jones nunca quiso dar detalles de su experiencia en aquellos días y poco después se licenció con todos los honores y volvió a Estados Unidos para cuidar de su enfermo padre.
Lloyd Mangrum, por su parte, era un golfista circunspecto y de genio volátil cuyo juego estaba a la altura de los mejores (a lo largo de su carrera logró 36 victorias en el PGA Tour). Mangrum era otro de los que podía haberse aprovechado de su notoriedad para evitar un puesto en combate, pero rechazó la plaza que le ofrecieron en Fort Meade y acabó en una unidad de reconocimiento desembarcando en la playa de Omaha, una de las cinco elegidas en el Día D y que fue apodada “Omaha la sangrienta” por la crudeza de los combates que tuvieron lugar en ella.
Mangrum llegó en la segunda oleada y, en pleno combate, su jeep volcó y se rompió el brazo por dos sitios, con lo que se quedó fuera de juego en el primer día. Curiosamente, Mangrum convaleció de su lesión en el lugar más apropiado para un golfista, St. Andrews, donde se recuperó para reintegrarse meses después a la acción en el frente y luchar en la batalla de las Ardenas. En ella, Mangrum recibió dos balazos en una encarnizada refriega contra los alemanes y por ello recibió dos Corazones Púrpura, condecoraciones más que justas para alguien que prefirió arriesgar el pellejo en lugar de quedarse en un puesto cómodo en la retaguardia. Como dijo cuando le ofrecieron el puesto de profesional en Fort Meade, “estoy en el Ejército para luchar por mi país, no para jugar al golf”, una frase que resume a la perfección el talante de este curioso personaje, tristemente desconocido para el gran público por su difícil carácter.
Precisamente junto a Omaha, la playa a la que llegó Mangrum, está el Omaha Beach Golf Club, mudo testigo y atalaya ideal para contemplar gran parte de los escenarios del desembarco de Normandía. Situado en el término municipal de Port-en-Bessin, el club cuenta con dos recorridos, Le Mer y Le Manoir, y el primero de ellos, un diseño del francés Yves Bureau, cuenta con espectaculares vistas de muchas de las estructuras supervivientes del desembarco. El puerto artificial de Arromanches, los búnkeres de artillería de Longues-sur-Mer y la playa de Omaha son algunos de los elementos más representativos que se ven desde un campo cuyos hoyos fueron rebautizados en el 50º aniversario del Día D con los nombres de los líderes del desembarco. ¿Adivinan a quién se homenajea en el hoyo 1? A Dwight D. Eisenhower, como no podía ser de otro modo.
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