Si la temporada de Rory McIlroy tuviera que resumirse en su próxima aparición en el BMW Championship no pasaría el corte. Sí, es cierto que el norirlandés ha conseguido cinco top 10 a lo largo de los últimos meses, dio signos de recuperación con un segundo puesto en el Valero Texas Open y, a pesar de estar lejos de su mejor forma, se encuentra cuadragésimo primero en la FedEx Cup, a once puestos de meterse en el Tour Championship. No todo han sido malos augurios para él, pero no es de extrañar que se sienta algo perdido.
No es fácil llegar a lo más alto y mantenerse, o al menos hacerlo cambiando todos los palos de la bolsa, ajustando el calendario año tras año, mudándose a otro país y encima respondiendo a las exigencias del puesto. Son muchos los grandes jugadores que no lo consiguieron. Véase por ejemplo a David Duval, que durante catorce semanas en 1999 fue el mejor, incluso por delante de Tiger. Era un hombre conocido por ser muy competitivo y tener una capacidad fuera de lo normal para concentrarse en los momentos decisivos. Cuando Woods ganó cuatro grandes seguidos (2000-2001), él era uno de los aspirantes a plantarle a cara y consiguió triunfar en el Open Championship. Desde ese punto, su juego, su carácter o sus ambiciones se desintegraron.
Un caso similar vivió Nick Price, el capitán del equipo internacional en la próxima Presidents Cup. Era un enorme jugador que se plantó en el Augusta National en 1995 siendo el vigente campeón del British y del PGA Championship. Tres grandes en poco más de dos años, el número uno y la referencia para sus rivales. En aquel Masters, firmó dos vueltas de más cinco y falló el corte. No ganaría en el PGA Tour hasta dos años y medio después. Tampoco conviene olvidar a Martin Kaymer, un hombre que declaró que llegar a lo más alto del ranking era “solo un número”, que “no importaba demasiado”. Aún así, decidió reconstruir un swing consistente para jugar al draw y dejó de ganar, dejó de aparecer en los grandes, ni siquiera está en el BMW Championship esta semana.
Annika Sorenstam definió ser la número uno como “el lugar más solitario del planeta”. No hay nadie a quien perseguir, solo te puedes plantar delante del espejo, observarte a ti mismo y ver si estás contento con lo que hay enfrente. Y es probable que en el golf, ese grado de escrutinio sea incluso mayor que en otros deportes que se disputan a mayor velocidad. No hay mucho tiempo para pensar antes de un triple o de hacer una bolea pegado a la red; todo transcurre a un ritmo endiablado. Pero ante un putt de metro y medio en el US Open es necesario pararse, valorar las probabilidades, teclear en una calculadora interna si de verdad se está preparado para llegar hasta el hoyo. Es lo más parecido al penalti más largo de la historia.
Es muy probable que los mediocres resultados de Rory McIlroy tengan mucho que ver con esta presión. Cada putt es una noticia, las entrevistas le persiguen hasta su casa, cada opinión es relevante, las expectativas han sido descomunales. El mismo chico de veintitrés años que ya lo había ganado todo ahora se enfrenta a una temporada en blanco en Estados Unidos, en el mismo torneo que le encumbró hace doce meses. El campo donde se disputa (Conway Farms Golf Club, en Lake Forest, Illinois) nunca ha albergado un campeonato a este nivel, todo parece nuevo o desconocido a pesar de que proyectamos su futuro hasta el libro de los récords. ¿Puede volver esta semana a ganar? Pues claro, sigue siendo Rory, el joven con una marcha más que el resto de jugadores. ¿Puede haber aprendido algo de esta travesía por el desierto y ser aún más determinante que en el pasado? Duval o Price no lo consiguieron. Ahora, él se enfrenta a ese reto en cada vuelta.
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