Cualquier jugador profesional que haya superado la frontera de los 46 debería saber que, a partir de esa edad, ganar la jarra de clarete u otro major implica romper las estadísticas. Tendría que pulverizar la marca de Tom Morris, el jugador con más cumpleaños celebrados, concretamente 46, cuando conquistó el Open Británico en 1867. Si seguimos conspirando con la cábala, no podemos olvidar que, hasta el mismísimo Nicklaus, con su último triunfo en 1986, se convirtió en el golfista de más edad en ganar el Masters de Augusta. Tenía precisamente 46 años y su récord aún continúa vigente.
Si hay alguien que estuvo a punto de hacer historia al derribar esa todavía infranqueada barrera de los 46 fue Tom Watson en el Open del 2009. Sin embargo, tan solo un golpe le hizo ceder la victoria en Turnberry a Stewart Cink. Tenía 59 años, edad en la que ya resulta incuestionable que cada uno tiene el juego que quiere tener y que se merece.
Siento frustrar las expectativas de quien esté esperando que abunde en batallitas más propias de ser contadas por alguno de estos admirables a la par que entrañables abuelos del golf. Ni siquiera el hecho de que haya adjudicado la condición de protagonista de esta crónica a Tom Watson me aboca a narraros el “Duelo al sol” que mantuvo en el Open del año 1977 con el Oso Dorado. Desenfundar y disparar primero le llevó a conseguir un memorable triunfo que el año siguiente no consiguió revalidar en St. Andrews. La garra del oso Nicklaus fue poderosa e implacable y le devolvió la afrenta anterior restándole seis golpes a su resultado.
Tampoco pretendo en esta crónica recrearme en las pasadas vicisitudes golfísticas de Tom. Insistir en ellas sería recurrir a lo manido. No obstante, confío en que su sola mención sirva de acicate a los más profanos en la materia para que investiguen por su cuenta, aunque sea bajo el aliciente de esperar toparse con una historia como la de los hermanos Jesse y Lewt en la película que comparte nombre con el mítico enfrentamiento entre Watson y Nicklaus: una desconcertante mezcla entre western y melodrama aderezada con rivalidades extremas y emociones elevadas al paroxismo.
Creedme cuando os digo que seguramente interese más limpiar la bola de cristal y preconizar el futuro por ser el sitio donde va a suceder el colofón de su carrera profesional, bien como jugador o bien como capitán del equipo estadounidense de la Ryder. La invitación especial que, en forma de exención, ha recibido hace unos días para jugar el año que viene en St. Andrews, la apasionada forma en la que se le ha visto besar el puente Swilcan, y la emotividad demostrada durante la vuelta de despedida de Nicklaus en ese mismo campo en el 2005, en el que las lágrimas emborronaron la trayectoria de un putt imprescindible para pasar el corte, son ingredientes que aventuran que la realidad del Open del año que viene pueda ser mucho más creativa y atípica que la ficción de la película de Vidor cuyo título nos recuerda esa gesta suya por la que, con premeditación y cargada de intención, paso de puntillas.
Desde que el creativo y magistral juego de Seve, sumado a un error al elegir el hierro en el hoyo 17 de la Carretera del Old Course, le arrebataran el Open de 1984 y con ello la posibilidad de demostrar la consistencia en grado sumo que le habría llevado a encadenar tres años de triunfos y de custodia del clarete, St. Andrews y Watson no han mantenido muy buenas relaciones diplomáticas. La catedral del golf se le ha resistido y su mejor puesto en los Open jugados en ese campo ha sido el 31, número que solo deja buen sabor de boca en el mus y, claro está, si eres mano. Lo mismo sucede con la Ryder, aunque su triunfo como timonel en 1993 en The Belfry debería pesar más que la sombra de la notable y sorprendente jornada de domingo en el Medinah Country Club.
Los hados del golf han colocado a Watson frente a dos curiosos desafíos en los que concentrarse a medio plazo y poner a prueba su coraje. Permitidme la osadía de recomendar a todo un licenciado en psicología por la Universidad de Standford, y que transmite además en el campo inconfundibles señales de seguridad y de aplomo, que no olvide (y que se encargue de hacer recordar a los elegidos para la gloria de la Ryder) que el santo grial del golf sigue siendo el juego mental. Puede que sea una hoja de ruta igual de fácil de ofrecer que complicada de poner en práctica. Ya lo predicaba Bobby Jones con su particular gracejo: «El golf es un juego que se practica en un campo de cinco pulgadas: la distancia entre tus orejas». El mayor y más complejo rival de un golfista es él mismo.
En definitiva, ese es el elemento diferenciador. Aquellos que son capaces de rendir muy por encima de los excelentes niveles técnicos de cualquier profesional son los que tienen dominados, summa cum laude, la concentración, la confianza, el autocontrol, la capacidad de frustración y el espíritu ganador.
Y si todo eso falla, que el faro de Turnberry te ilumine de nuevo, querido Tom.
1 comentario a “El juego mental, querido Watson”
Muy interesante Erin. 😉
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