Para Tiger Woods el golf siempre tuvo más de oficio que de intuición. Durante años su vida deportiva y sus éxitos se resumieron en fatigosas jornadas de trabajo que terminaron de moldear su innato talento, un talento que, a falta de explicaciones por parte de la nueva ciencia, siempre optamos por interpretar en clave darwiniana. Ahora, sin embargo, golpeado por innumerables lesiones, perseguido, con independencia de la validez de los juicios, por los adalides del moralismo más puritano y exento de cualquier halo de invencibilidad pasado, Tiger Woods nos enseña día a día un perfil más humano, un rostro despojado de cuantos adornos se impuso, y le impusimos, y un carácter más mundano, sometido, en cualquier caso, a las pérfidas llamadas de lo vano y lo trivial.
Pero ésta es sólo mi visión sobre Tiger y sus circunstancias. No faltan quienes piensan que esto de la pérdida de ambición, el cambio de prioridades o la mala conciencia son sólo argumentos de magacín, crónica rosa malintencionada o rumores de mercadillo, que la realidad es más prosaica y obedece, simplemente, a una necesaria tregua, a una parada en el camino tan obligada como imprescindible para prolongar su carrera. Lo cierto es que los dieciocho majors de Nicklaus, otrora fuente de motivación externa, se erigen ahora como una espinosa frontera entre dos mundos antagónicos. Más aún si tenemos en cuenta que, en el caso de disputar la próxima edición del Masters, habrán pasado más de diez años desde su última victoria en el Augusta National, ese particular edén terrenal en el que en 1997 se autocoronó como amo y señor del golf.
A aquella victoria iniciática le siguieron las más sobrias de 2001 y 2002 en el apogeo de su carrera. Aquel Tiger más maduro, aunque todavía joven, ganaba por costumbre, porque le daba pereza no hacerlo. En 2005, sin embargo, tras introducir cambios en el swing y cambiar de entrenador, Tiger venció echando mano de la épica, mostrándose más impreciso y debiendo acudir a un playoff con Chris DiMarco tras cometer dos bogeys impropios de su grandeza, dos bogeys que, eso sí, jamás pudieron matizar el brillo de aquel maravilloso chip en el dieciséis, un golpe casi imposible, perfecto en la ejecución y al que, la fortuna o los dioses del Augusta National, quisieron convertir en legendario gracias al suspense en su desenlace.
Desde entonces su idilio con el Masters adquirió una apariencia más vulgar. Año tras año, en 2007, 2008, 2009, 2010 y 2011, también en 2013, con independencia de su nivel de juego e inspiración, Tiger Woods lograba ir esquivando los peligros del campo hasta darse una opción de victoria en los últimos nueve hoyos del domingo. Año tras año, como si se tratara de un dejà vu, un putt errado o una mala salida con el driver en un momento inoportuno, truncaban cualquier oportunidad de triunfo dejando en silencio al Augusta National, ese templo que, a semejanza de los que erigieron durante el pasado las más remotas civilizaciones, a veces parece tener como misión el glorificar a sus reyes o faraones.
No sabemos lo que deparará el futuro, si Augusta ya contempló toda la gloria que Tiger está llamado a ofrecer o si, por el contrario, en la búsqueda de los diecinueve grandes, habrá más chaquetas verdes cosidas a su medida. Lo que es evidente es que mientras levantamos hipótesis y hacemos suposiciones, mientras Tiger retoma viejos métodos, se recupera de sus lesiones y ordena su vida, el reloj avanza y corre en su contra. Mientras todo ello sucede, en este próximo domingo de palmas y ramos, entre los magnolios y las azaleas del Augusta National se echará de menos el rumor que suele acompañar las acometidas de Tiger, ese rugido que, al menos por este año, permanecerá ausente.
Deja un comentario