Durante casi doce siglos, desde que en 843 fuera proclamado el primer rey de Escocia, las rencillas entre los habitantes del reino norteño con los de sus vecinos del sur han sido habituales. No fue la firma del Acta de la Unión, en 1707, el punto final a los conflictos. Baste recordar, si no, como hace escasas fechas los escoceses votaron en referéndum la independencia del Reino Unido, aunque a la postre el resultado fuera favorable a la unión. Pero más allá de cuestiones políticas, a los escoceses lo que les gusta es resaltar su singularidad y hacer gala de los rasgos distintivos de su cultura. En numerosos deportes participan con su particular selección; su iglesia, de confesión presbiteriana, goza de independencia respecto de la anglicana y su sistema bancario emite su propio papel moneda a través de instituciones de gran prestigio internacional.
Hablando de tradiciones, no podemos olvidar el papel que juega el golf, tal vez su fruto más bello y genuino, en la conformación de esa conciencia propia, en el orgullo de ser escocés. El golf, cuando regresa a casa, se pone cómodo, se despoja de su vitola de elitista y recupera su sencillez inicial hasta erigirse en un factor de cohesión social. Y aunque poco quede ya de su génesis medieval y pastoril, Escocia bien puede presumir de ser su cuna y su hogar, así como de albergar, en Saint Andrews, a su única y verdadera catedral.
Desde su granja en Kansas, vestido de manera sobria, dispuesto a soportar botes irregulares, trampas de arena y los indomables vientos del Mar del Norte, emprenderá su último viaje al Open Championship Tom Watson. El cinco veces ganador del torneo, cuatro de ellas en tierras escocesas, (Carnoustie, 1975; Turnberry, 1977; Muirfield, 1980; Royal Troon, 1982) cruzará por última vez el Swilcan Bridge en el campo que más esquivo se ha mostrado con sus intereses, donde en dos ocasiones hubo de claudicar tras salir líder el domingo. Lo hizo en 1978, tras un 76 final que le abrió la puerta a Jack Nicklaus y, de nuevo, en 1984, tras empezar la jornada con dos golpes menos que Severiano Ballesteros.
Aun así, como bien ha declarado recientemente, Tom Watson no concibe una estampa mejor para despedirse de su querida Escocia, que la del hoyo 18 de Saint Andrews. Quizá por eso es conocido en las islas como “el británico” este nativo del corazón de los Estados Unidos con aires de personaje de novela de Mark Twain, este estoico y lúcido conservador amante de lo suyo, y de los suyos (recordemos, como ejemplo, la lucha que encabezó contra el ELA después de que le fuera diagnosticado a su íntimo amigo y caddie, Bruce Edwards), enemigo de los flashes y entrevistas y enamorado, no existe otra palabra, del golf. Partidario de hablar en el campo, a fe que lo hizo durante su longeva carrera. Habló alto y claro con sus poderosos drives, con sus hierros certeros y con sus golpes de recuperación milagrosos. Durante años, a un par imposible, se le llamó “Watson´s par” y durante años, también, su putter se mostró terriblemente afinado, concediéndole ocho majors antes de quitarle otros tantos hacia el languidecer de su treintena, cuando su bola aún volaba alta y recta y cuando su mente aún deseaba mostrarse competitiva a pesar de los desajustes en los greenes.
Hace seis años, solo seis, con 59 a su espalda, Tom Watson se quedó a un par de la victoria en el Open disputado en Turnberry. El de Kansas hubo de dar cinco golpes en el hoyo 72, allí donde solo había necesitado tres, treinta y dos años antes, en su famoso “duelo al sol” con Jack Nicklaus. Su derrota, aunque dolorosa, no ensombreció el que fue el acontecimiento deportivo del año, la lucha heroica del hombre contra el paso del tiempo. Precisamente, aquella gesta deportiva condujo a la Royal and Ancient a hacer una excepción, a cambiar el reglamento ad hoc, como nunca habían hecho, para permitirle a Tom Watson hacer una última aparición en su casa.
Será emocionante ver el paseo final por el dieciocho, el último paso por el Swilcan Bridge, (al que besó en 2010 pensando que sería la última vez) esperemos que el domingo y cuanto más tarde mejor. Será emocionante ver emocionado a quien rara vez lo estuvo, a quien rara vez hizo concesiones a los sentimientos. Será emocionante ver al pueblo escocés rendido ante su hijo adoptivo, ante un Tom Watson que con los ojos cerrados, sintiéndose teletransportado a su infancia y a aquellos inviernos gélidos de Kansas, podría dominar estos links, estos campos donde el resto de mortales solo ve peligros y donde Watson solo huele y siente golf. Golf en su estado más puro y virgen. Golf sin adornos ni concesiones, como a él siempre le gustó.
Tom Watson compartirá elogios y reconocimientos con Nick Faldo, quien, a sus 57 años, ha anunciado que esta será, también para él, su última participación en Saint Andrews, aunque se reserva el regreso para Troon y Royal Birkdale en las dos próximas ediciones. Sin embargo, aunque el público se mostrará caballeroso con el lord inglés, en un supuesto referéndum no habría dudas sobre la elección. Si el público de Saint Andrews, y no solo entre ambos, sino entre todos los golfistas que osaron pisar sus tierras a lo largo de la historia, tuviera que apostar por un monarca para gobernarlas y dictar sus leyes, este sería Tom Watson, el verdadero y último rey de Escocia.
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