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Zona Pro

En tierra hostil

Juan José Nieto | 12 de junio de 2014

El US Open es el único grande en el que los golfistas españoles no se han aproximado al triunfo. Ni siquiera Seve, más allá de un tercer puesto sin opciones reales en 1987, pudo hacerlo. Tampoco Sergio, a pesar de salir en el último partido del domingo en 2002 y de ser tercero en 2005, puede contar aquellas experiencias como una posibilidad de título. Y qué decir del segundo puesto compartido de Miguel Ángel Jiménez en 2000 a quince golpes de Tiger. Tres top ten consecutivos acumuló también José María Olazábal entre 1989 y 1991 sin llegar, en ninguna de estas ocasiones, a imaginarse con el trofeo. De hecho, hasta que Graeme Mcdowell venciera en Pebble Beach, había que remontarse a 1970 para encontrar un ganador europeo en la figura de Tony Jacklin quien a su vez, había tomado el relevo de Willie McFarlane, campeón en 1925.

Podríamos decir que el US Open, al menos en lo que al reparto de títulos se refiere, ha tenido poco de abierto y mucho de estadounidense. Los datos son fríos y no mienten a la hora de recalcar este dominio “patriótico” que recuerda al que ejercieron, en otras épocas y competiciones, los italianos sobre el Giro en la posguerra (con Coppi y Bartali a la cabeza) o los franceses sobre Roland Garros en los felices años veinte (la época de los cuatro mosqueteros).

La hermenéutica permite un amplio juego de interpretaciones. A nadie se le escapa que, en el pasado, las distancias convirtieron al torneo en poco más que un campeonato nacional y para nacionales. Los traslados en barco eran muy pesados y, además, la concepción del golf en Europa era aún amateur, por lo que asumir los costes económicos y de oportunidad de un viaje como este era casi una quimera. Sin embargo, la mejora de los medios de transporte y la profesionalización del golf en el viejo continente invitaron a la conformación de nuevos argumentos. No en vano, la época posbélica es la de mayor dominio relativo por parte de los estadounidenses. En este caso, creo, la explicación es simple y pasa por reconocer que los mejores golfistas del mundo en aquel momento eran estadounidenses (Hogan, Casper, Palmer, Nicklaus, Watson). Pero me apunto también a una argumentación más compleja que tiene que ver, por supuesto, con la elección y la preparación de los campos, así como con el grado de implicación sentimental de los jugadores.

Porque el dominio siguió extendiéndose a pesar de la presencia de versos sueltos como Gary Player, David Graham, Ernie Els, Retief Goosen o el propio Tony Jacklin. Por lo tanto, la explicación simple no se sustenta. No cuando nos percatamos de que la gloriosa generación del golf europeo en los ochenta, integrada por Seve, Langer, Lyle, Faldo o Woosnam y a la que luego se fueron uniendo Olazábal y Montgomerie entre muchos otros, fue incapaz de sumar a su vasto palmarés un US Open. Por aquel entonces, es cierto, aún existía una evidente y palpable separación entre los circuitos americano y europeo, una frontera que era física, pero sobre todo transversal a cuestiones tan variadas como la preparación de los campos o la formación de los jugadores. Así, mientras en Estados Unidos era habitual encontrarse con jugadores de un mismo perfil, cortados, o así lo parecía, bajo el mismo patrón, en Europa reinaba una diversidad que era producto, quizá, de un trabajo menos estandarizado y de una concepción menos profesional del deporte (acaso porque los premios eran menos sustanciosos). Era difícil, por otra parte, encontrar de este lado del Atlántico campos duros de tonos parduzcos y rough elevado en las cercanías de green. No había, por lo tanto, posibilidad de adaptación a las condiciones que los mejores jugadores del circuito se encontrarían, a la postre, en esas joyas de diseño clásico en las que la USGA suele situar la escena durante la tercera semana del mes de junio.

Estos campos y su endemoniada preparación premian la bola alta y recta en la que los estadounidenses llevan formándose desde los albores de este deporte y a la que los europeos, en virtud de la globalización y de la estandarización, así como de la mejora tecnológica de los materiales, se han ido incorporando. Toda vez que el golf profesional se ha hecho monista y uniforme (con la pérdida cultural que ello ha supuesto), ahora que se juega igual en todo el mundo y ya no cabe hablar ni de escuelas, ni de concepciones o idiosincrasias propias de una región, las oportunidades parecen haberse ampliado como lo demuestra el hecho de que tres de los últimos cuatro campeones hayan nacido en Europa, concretamente en las Islas Británicas.

Conviene, en cambio, no ser demasiado optimistas pues ningún golfista del continente ha conseguido jamás alzarse con un trofeo que para los estadounidenses goza de un significado especial. Lucharán y defenderán el honor español Sergio García, Gonzalo Fernández-Castaño, Pablo Larrazábal y Miguel Ángel Jiménez. Y aunque el campo manifieste, por lo natural de su rough y los contornos de sus greenes, un añejo olor a escocés, no debemos olvidar que el US Open es tierra hostil. Mucha suerte para ellos.

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