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Killeen Castle: el Valderrama de la Solheim Cup

Óscar Díaz | 29 de septiembre de 2011

El equipo europeo, con la copa, frente al castillo de Killeen (foto de Tristan Jones)

Llevo días aplazando la escritura de esta columna, buscando el necesario distanciamiento para aplacar la euforia del instante y dejar que se imponga la razón a la víscera… Ya ha pasado el tiempo suficiente, el corazón vuelve a estar en su sitio y he podido echar un vistazo a los “cold hard facts”, que es la manera florida que los angloparlantes tienen de referirse a los datos puros y duros.

Y lo cierto es que la conclusión a la que he llegado es exactamente la misma que me vino a la cabeza segundos después de que las europeas culminaran su impactante remontada en los tres últimos hoyos de la Solheim Cup con una exhibición de buen juego y carácter: Killeen Castle es el Valderrama del golf femenino europeo, punto de inflexión y prueba de madurez en esta competición bienal, y posible inicio de un cambio de tendencia en el panorama de esta prueba.

Aunque el equipo europeo de la Ryder fue librándose poco a poco de sus complejos desde la incorporación de los jugadores continentales (y, en especial, de los españoles) a partir de la edición de 1979 y no fue hasta la Ryder de The Belfry de 1985 cuando cambió el equilibrio de poderes, en Valderrama fue la primera vez que se presentó un combinado verdaderamente multinacional y equilibrado, y también significó la entrega del testigo de la vieja guardia (Ballesteros, Faldo, Woosnam, Langer) a la nueva generación del golf europeo.

Seve llevó en volandas al equipo europeo en Valderrama, con su atención al detalle y su pasión incontenible, y el genio de Pedreña también estuvo muy presente en Irlanda, con el recuerdo del mensaje que envió al conjunto de la Solheim en 2009 y con el cartelón que las emocionadas jugadoras sacaron del vestuario para que las acompañara en el momento culminante de la celebración.

Si bien la Solheim es una competición con poco más de 20 años de historia, la trayectoria de los combinados ha sido similar: en el caso de las féminas, en las primeras ediciones el panorama estaba dominado por francotiradoras como Annika Sorenstam, Helen Alfredsson o Laura Davies, a la cabeza de equipos habitualmente descompensados y compuestos casi en exclusiva por golfistas nórdicas o de las islas Británicas, con la presencia testimonial de la francesa Marie-Laure de Lorenzi o la belga Florence Descampe. Quizá seamos injustos con las golfistas que pasaron por aquellos equipos, pero había una notable diferencia entre las líderes y la “tropa”, una diferencia que las estadounidenses aprovechaban sobre todo en los cruces individuales.

La edición de 2000, con la presencia simultánea de Raquel Carriedo y Patricia Meunier-Lebouc, abrió las puertas a otros países de la Europa continental, presencia que ha ido manteniéndose, e incluso aumentando, en las ediciones posteriores hasta llegar a 2011. Este año, el equipo europeo se ha vuelto a basar en el poderío nórdico (cuatro suecas y una noruega) y anglo-escocés (tres inglesas y una escocesa), pero también se ha estrenado una holandesa (Christel Boeljon), ha vuelto al equipo una alemana (Sandra Gal) y ha debutado con honores nuestra Azahara Muñoz. Y si echamos un vistazo a las últimas descartadas nos encontramos a Diana Luna (italiana), Becky Brewerton (galesa), Beatriz Recari (española), las francesas, un notable fondo de armario que asegura la profundidad de banquillo del combinado europeo a corto, medio y largo plazo. Con Beatriz Recari, María Hernández, Belén Mozo, Carlota Ciganda o Marta Silva (todavía amateur) instaladas en la élite, no nos extrañaría que a Azahara Muñoz la acompañaran en la próxima Solheim dos o tres representantes españolas más, a imagen de lo que sucedió en la Ryder con los golfistas de nuestro país a partir de 1979.

Y esto no se debe a una mera alineación de astros, sino a un trabajo concienzudo de las canteras nacionales en primer lugar (donde destaca la labor de las federaciones sueca, española y francesa, además de las asociaciones o “Unions” de las islas Británicas) y, por supuesto, de un Ladies European Tour que, aunque no pueda competir de igual a igual con las bolsas de premios del LPGA Tour, sí es capaz de plantarle cara en fechas (y, por ende, en oportunidades de juego para sus golfistas) y lleva desde 2005 por encima de las 20 citas anuales y con los últimos años estabilizado en torno a los 25 o 26 torneos después de tocar fondo con las 10 pruebas de 1998. Y todo ello gracias al duro trabajo, entre otros, de la española Alexandra Armas, nombrada directora ejecutiva del LET en 2005, y de su equipo.

Además de su crecimiento en el Ladies European Tour, las europeas también han demostrado que son capaces de jugar y ganar en territorio “hostil” y, de hecho, han logrado plantar cara a la ofensiva asiática con las mismas garantías que las estadounidenses. Si damos un rápido repaso, en 2011 encontramos tres estadounidenses (Lincicome, Lewis y Thompson) y tres europeas (Gal, Hjorth y Pettersen) con victorias en el LPGA Tour.

Pese a esta exposición, cabe sospechar que no viviremos un cambio de tercio tan radical como el producido en la Ryder Cup: gracias a la presencia de las asiáticas y al mayor potencial económico (aunque el LPGA Tour esté viviendo ciertas dificultades para encontrar patrocinadores y lleve varios años reduciendo su calendario) los planteles de sus torneos son más potentes y, como sucedía con sus contrapartidas masculinas hasta este último año, el desequilibrio en puntos para el ránking mundial entre el LPGA Tour y el LET sigue siendo notable, algo que se refleja en el escalafón.

Por otro lado, las estadounidenses están mucho más cohesionadas a la hora de representar a su país que sus homólogos masculinos, una dificultad añadida en una competición que exalta los valores nacionales (o supranacionales, en el caso de Europa) como la Solheim Cup.

Aun así, y después del despliegue de juego de las europeas en Killeen Castle, no es descabellado mirar al futuro con esperanza.

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