Viendo a los mejores golfistas de la historia no es difícil preguntarse qué les hacía tan especiales o, por lo menos, qué les permitía siempre terminar en las primeras posiciones. Para ello a menudo optamos por una vía compleja, diseccionando su juego en decenas de estadísticas como «total driving», greenes en regulación, putts ganados por vuelta, media de golpes… la lista es larga. En el PGA Tour se han analizado hasta 103 características distintas de todos los jugadores que este año tenían la tarjeta, lo que normalmente da para encontrar todo tipo de respuestas a sus resultados de la temporada.
Pero no recordamos a Jack Nicklaus tanto por su enorme pegada sino por un swing que, a pesar de no ser muy ortodoxo, era sólido como una roca. Por no hablar de su capacidad para rendir al máximo cuando más exigentes eran las circunstancias, virtud también seguida a rajatabla por Tiger Woods. Rory McIlroy, hasta ahora, ha demostrado ser un prodigio que manda su bola a las nubes y es capaz de pararla en una carretera de hielo. Su potencia, dada su altura, es algo fuera de lo normal. Cualquiera de estos tres jugadores citados pertenece a un reducido grupo de atletas excepcionales que parecen estar exentos, al menos en parte, del cumplimiento de ciertas leyes físicas.
Nicklaus reduciendo su ritmo cardiaco ante un putt para ganar un Masters, Tiger calculando a la perfección los golpes que necesita para salir líder el domingo o McIlroy moviendo las caderas a una velocidad tres veces más rápida de lo habitual en un profesional. Existen atletas análogos en otros deportes con esta capacidad. Michael Jordan no solo podía saltar inhumanamente alto, sino aguantar uno o dos instantes más de lo que la gravedad permite a cualquier otro sujeto. Muhammad Ali parecía flotar sobre el ring con más de 100 kilos de peso, pero además podía lanzar tres directos a la mandíbula en el tiempo requerido habitualmente para uno. Eran la excepción a la norma, poderosamente dotados para destacar en su disciplina.
Sin embargo, hay un factor en el que confluyen muchos de estos genios o mutantes que se hace más evidente cuanta más precisión requiere la disciplina que practican. A menudo se denomina al golf un juego de pulgadas («a game of inches»), ya sean las que hacen caer la bola al agujero o, como decía Bobby Jones, las que separan una oreja de la otra. El dicho normalmente va referido a dónde se para la bola, es decir, una oportunidad de birdie que pasa rozando el hoyo. Pero en lo que se refiere al momento del impacto, el golf no es un deporte de pulgadas sino de milímetros: un cambio irrisorio en la posición en la que impacta la cara del palo con la bola tiene efectos enormes en el vuelo de la misma. Es un principio similar al que explica por qué la más mínima variación del pulso en un arquero es determinante a la hora de que la flecha se clave en el blanco, o ni siquiera lo roce.
Teniendo en cuenta que la velocidad media con la que la cabeza del palo llega a la bola sobrepasa sobradamente las 100 millas por hora (160 km/h), estamos hablando de un margen de error mínimo, en el que resulta prácticamente imposible repetir dos golpes idénticos. Basta con cronometrar el tiempo que pasa desde lo alto de un backswing de estos jugadores al momento del impacto: no da tiempo a parpadear dos veces. La capacidad que tengan de llegar en la misma posición depende de un factor que se ha denominado en muchas ocasiones «sentido kinestético», y está referido a la habilidad de controlar el cuerpo humano y extensiones artificiales (como los palos de golf) a través de un sistema muy complejo de tareas a una altísima velocidad. Esta habilidad encuentra multitud de sinónimos en nuestro idioma a la hora de describirla: sensación, tacto, coordinación, coordinación ojo-mano, control, kinestesia, reflejos o, en un ámbito más científico, propiocepción, y todas ellas se refieren a que un golpe perfecto depende de decisiones y ajustes físicos que son mucho más involuntarios que parpadear o cualquier otro reflejo instintivo, como el del animal abalanzándose sobre su presa. Es en esta facultad donde Nicklaus, Woods o McIlroy cuentan con una mayor ventaja sobre el resto de competidores. Su capacidad para formular las órdenes correctas al cuerpo a menudo terminan en el golpe deseado, o por lo menos, con una mayor frecuencia que el resto de jugadores. Y evidentemente, esto les otorga, tratándose el golf de un «deporte de pulgadas», de una ventaja constante en todos los torneos que disputan. No se trata de medir su distancia media con el driver, su juego desde la arena o su sensibilidad en los greenes, sino de algo mucho más congénito e inherente a ellos: un talento invisible.
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