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La mirada de la luz

Óscar Díaz | 18 de mayo de 2014

Acompáñenme en una rápida visita al mundo del arte del siglo XVII, aunque les parezca un recurso alambicado y un brindis al sol estilístico para un artículo publicado en un medio de golf. El Barroco era el estilo imperante, un movimiento artístico, cultural y político asociado al absolutismo y la Contrarreforma. Huelga decir que abundaban las referencias sacras y las obras dedicadas a los miembros de las cortes europeas, pero algunos artistas decidieron cambiar el foco y centrar sus miradas en otros protagonistas más mundanos. Los pintores tenían que satisfacer a sus mecenas, pero no se olvidaban del pueblo ni de los que se afanaban en sus tareas diarias, por humildes que fueran. La luz luchaba con las sombras en estos cuadros de contrastes estéticos y sociales, en un conjunto inédito hasta entonces y que vinculaba el más noble arte con las figuras más modestas.

Vermeer pintaba lecheras e interiores cotidianos, Velázquez alternaba Austrias con bufones y no tenía empacho en dirigir su atención hacia los que jamás se habían visto reflejados hasta entonces en un lienzo: una vieja friendo huevos, unos labriegos jaraneros disfrazados de seguidores de Baco, unos herreros trabajando bajo el manto de la referencia mitológica…

En Italia (aunque el concepto nacional aún quedaba a cientos de años de distancia) vivió el primer gran maestro del Barroco, un artista superlativo que mezcló como nadie lo sacro con lo mundano y quien se vio metido en más de un embrollo por ello. Se llamaba Miguel Ángel, como nuestro Jiménez, pero no nos referimos al pintor renacentista autor de la Capilla Sixtina, sino a Michelangelo Merisi, el excelso Caravaggio, creador del llamado “tenebrismo”.

Caravaggio tenía un carácter pendenciero y fanfarrón que le llevó a ir contracorriente las más de las veces y a chocar con frecuencia con la Iglesia y los principales estamentos. Utilizaba prostitutas y mendigos como modelos para representar escenas de la Biblia y, si bien gozaba de una gran aceptación, sus “excentricidades” (para la época) no estaban bien vistas. Pero dominaba el pincel como nadie y sabía dotar a sus personajes de la mirada del que lo ha visto casi todo y de un realismo sobrenatural (y perdónenme el oxímoron).

Michelangelo Merisi era un genio que acercó el arte al pueblo, aunque su turbulento estilo de vida hizo que solo pudiera cumplir 39 años, once menos que los que tiene en este momento Miguel Ángel Jiménez, su tocayo y con quien comparte cierto parecido físico pese a los tres siglos que los separan.

Jiménez comparte rasgos y heterodoxias con el pintor milanés y bien podría ser un personaje retratado por Merisi, aunque sus pendencias son mucho más inofensivas. Lleva con elegancia esos surcos abiertos por el arado de la edad que son las arrugas y, como Caravaggio, opta por los caminos poco transitados a la hora de desempeñar su profesión. Es un genio que llega al corazón de la gente, que le siente cercano y le considera uno más de los suyos. Con sus aperos también dibuja líneas imposibles y su perfil escapa a cualquier clasificación en un deporte más o menos regimentado y de carácter exclusivo hasta no hace tanto. Es tan artesano como artista y combina en una proporción perfecta el trabajo con el talento. Es el último caddie devenido estrella de golf, el último que sale de lo más bajo y llega a lo más alto, el último dispuesto a recorrer ese sacrificado trayecto.

Con más de 50 años no se ve fin a su carrera y Jiménez ya llama a la puerta de un buen número de nuevos récords. Con más de 50 años disfruta de la oportunidad de seguir pintando auténticas obras de arte con sus palos, algo que a Caravaggio le hurtaron unas fiebres a los 39 después de un par de intentos de asesinato.

Pero hay una diferencia fundamental entre estos dos personajes entre los que se pueden trazar numerosos paralelismos: uno, en la pintura, fue el maestro del claroscuro; otro, en el golf, es el maestro de la luz.

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