Rory McIlroy no comenzó este año como esperaba. Tras llegar al número uno del mundo a una velocidad diabólica, inició su temporada en Abu Dhabi fallando el corte. Sería solo el primero de unos cuantos alrededor del globo. Entre las causas para explicar este repentino bajón de forma se encontraban el cambio de material (Titleist a Nike), cuentas y demandas pendientes con su agencia de representación (Horizon Sports), constantes rumores sobre su vida privada, una mudanza y, en general, un escrutinio de los medios de comunicación que solo se merecen los mejores atletas de cada disciplina. “He visitado más despachos de abogados este año de los que quiero visitar en toda mi vida”, declaró hace unas semanas. Muchos cambios y poco tiempo como para concentrarse en el deporte, por decirlo de otro modo.
Es muy probable que haya aprendido la lección, a juzgar por su rendimiento en las últimas pruebas de la temporada. El joven Rory ha tenido que lidiar con todo esto a los veinticuatro años, pero con dos grandes a las espaldas, cuatro triunfos en el PGA Tour y otros tres en el Circuito Europeo, es decir, llevaba ya unos cuantos altibajos en la élite como para prever los peligros que podría encontrar en el camino. Ha pagado la inexperiencia, pero tiene el recuerdo muy vivo de sus éxitos como para seguir adelante confiado, sabedor de que para seguir la senda del éxito no tenía que hacer algo muy distinto a lo que ya había conseguido.
Un caso parecido es el de Lydia Ko, aunque con una diferencia muy significativa. En los últimos dos meses, esta chica de dieciséis años se ha pasado al profesionalismo, ha firmado un contrato con IMG para que la representen, tiene un nuevo caddie, nuevo material (Callaway) y, por si fuera poco, también ha cambiado de entrenador (Guy Wilson por Sean Hogan), prescindiendo del que la enseñó a coger un palo. Es significativa justo por esos años en los que Rory comenzó a forjarse en Europa, jugando contra los mejores de su país, luego el continente y viendo qué era necesario para triunfar en los grandes, es decir, la escuela que han seguido otros enormes talentos antes de hacerse millonarios, mudarse a Florida y ser capaces de rechazar invitaciones a torneos importantes. Lydia no deja de ser una niña que ha aparecido en la élite y, aunque sea muy madura y tenga una capacidad innata para pegar a la bola, se ha saltado este proceso, así como la adolescencia.
Y también lo es porque, aunque haya hecho todos estos cambios en un período de tiempo cortísimo, no dejan de ser trascendentes. Son muchas las jugadoras amateur que se pasan al profesionalismo y no consiguen rendir al mismo nivel. Véase, por ejemplo, a Carlota Ciganda, que tras ganarlo todo hace unos años apostó por ir a la Universidad de Arizona, dar un par de vueltas sobre cómo quería que fuese su vida y comenzar el asalto al Ranking Mundial por el principio, esto es, la Escuela del LET, su primer triunfo, su primer grande, la tarjeta del LPGA Tour, su primera Solheim… Se trata de una progresión lenta pero constante, hasta el punto de que sabiendo que jugaría más la próxima temporada en Estados Unidos no tenía muy claro si mudarse era lo mejor para ella. Otro buen ejemplo es Marta Silva, que cuenta también con un palmarés como amateur impresionante pero ha reconocido tener dificultades una vez se ha hecho profesional.
El próximo año estará lejos de su país de origen, afrontará un calendario mucho más exigente del que ha seguido hasta ahora y tendrá que ganarse un sueldo siendo una menor de edad. Eso, en un deporte como el golf, no deja de ser muy peligroso, ya que añade un ingrediente que no suele acompañar bien ninguna receta: una presión constante e incómoda. No ha hecho más que hacerse profesional pero su vida se ha agitado hasta extremos que, puede que ella, al igual que le pasó a McIlroy, desconozca.
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