Hay personas que creen en los dioses del golf, unos entes superiores que reparten justicia ante los infortunios de los jugadores, manteniendo un delicado equilibrio entre quienes merecen la victoria y aquellos que se encuentran con ella. Al ver cómo Adam Scott realizó cuatro bogeys en sus últimos cuatro hoyos del Open Championship, volvieron a acudir a ellos en busca de respuestas. “Le deben un grande”, decían. “Esto no se puede quedar así”. Y en cierto modo tenían razón. Un jugador que se había abierto hueco en Royal Lytham a base de cañonazos desde el tee, que había cogido greenes en regulación como quien reparte periódicos por el vecindario, se había desmoronado poco a poco en los momentos cruciales. No fue como Van de Velde en Carnoustie en el 99, nada tan estrepitoso ni dramático. Scott, simplemente, no estuvo a la altura. “Vas a ganar muchos de estos Adam, tienes demasiado talento”, le dijo Els al finalizar. Puede que los dioses terminaran escuchándole.
Unos meses después, el mismo hombre salió a un solo golpe del liderato en la última jornada del Masters. Sabíamos que era capaz de rendir bien en el Augusta National porque había finalizado segundo en 2011 y octavo en 2012, siguiendo lo que todos los profesionales llaman “el plan”, o la forma que tienen de protegerse de los peligros de este campo. Para algunos se traduce en evitar el driver en varios de sus hoyos, para otros es alejarse de ciertas partes del green. En el último partido estaban Brandt Snedeker y Ángel Cabrera, en uno por delante de Scott se encontraba Jason Day. Entre estos cuatro hombres se iba a decidir la victoria.
Fue como un combate por asaltos. Day atacó en el primero con la brillantez de la que había carecido toda la semana, esto es, birdie y eagle en las primeras dos pruebas. En un abrir y cerrar de ojos la clasificación había cambiado por completo, como cuando Oosthuizen embocó aquel hierro cuatro o como cuando Schwartzel metió un approach imposible. Esto era la última jornada del Masters, por si lo habíamos olvidado. Siguiendo los cánones de los últimos años, el relevo en la tabla no tardo demasiado en volver a producirse. Cabrera, perro viejo donde los haya, comenzó a ejecutar una sucesión de impactos inteligente y talentosa a partes iguales, un cocktail de habilidad y veteranía que le llevó a firmar dos birdies y cinco pares en sus primeros siete hoyos. De nuevo cambios imprevisibles, pero esta vez parecían ser definitivos. Ángel suele decir que este deporte “no es para cagones”, que hay que ver los golpes y ejecutarlos sin más. Quizá sea por eso que le dedica tan poco tiempo a cada uno de ellos, como si tuviera miedo a que le asaltaran las dudas. Cuando el liderato del Masters cayó en sus manos parecía imposible que alguien se lo arrebatara. Un paseo hasta la bola, unos segundos con su caddie y otro golpe lúcido al lugar adecuado. Era el golf en Augusta en su estado más primigenio y natural.
Es muy probable que la situación no hubiera cambiado si estuvieran jugando otro recorrido, pero un domingo allí es largo, demasiado como para sostener ventajas. Por eso dicen que el Masters da el pistoletazo de salida en sus últimos nueve hoyos, por eso el drama se puede mascar en cada edición. Cabrera falló un golpe en el hoyo 10 y salió con un bogey, dejando las puertas abiertas. Snedeker sonreía antes de fallar un putt de poco más de un metro en el mismo hoyo, un signo que le acompañaría en el resto del torneo. Fueron las primeras señales de debilidad. Day no escuchaba gritos y decidió armar un ataque poderoso: tres birdies del 13 al 15. Mientras el público le imaginaba vestido de verde, él tampoco pudo evitar los errores, que llegaron de un modo muy similar a la tercera jornada: dos bogeys en los últimos tres hoyos. Algo raro estaba pasando, parecía que nadie estaba dispuesto a tomar el control.
Entonces apareció Adam, que hasta el hoyo 13 no había conseguido bajar del par del campo. Se encontraba en una situación muy parecida a la de Royal Lytham, con plenas opciones de victoria y los hoyos decisivos por delante. Era el mismo hombre, pero algo debió de cambiar dentro de él durante todos estos meses: un nuevo birdie al 15 le alzó al liderato compartido con Cabrera y, en el 18, embocó un putt de unos cinco metros que celebró como una victoria. Scott soltó toda la rabia que llevaba dentro, abrazó a Steve Williams y levantó el puño como el boxeador que noquea a su rival. Unos segundos después, Cabrera mandó callar al público en la calle del 18, le pidió el palo a su hijo y ejecutó un golpe que se levantó sobre el cielo encapotado de Augusta. “¡Vuele, vuele!”, le pedía a la bola. Aterrizó a escasos palmos del agujero. Había playoff.
Puede que fueran los dioses del golf los que decidieran que el chip que ejecutó Ángel en el desempate pasara rozando el hoyo, optando por alargar este duelo bajo la lluvia un poco más. Puede que hicieran lo mismo en el segundo, evitando que su bola cayera todo lo que el argentino había planeado. Incluso es posible que Adam estuviera predestinado a realizar un birdie fabricado bajo una presión asfixiante, quién sabe, puede que existan de verdad y, como decía Trevino, le tengan también miedo a pegar un hierro uno. Pero una vez, en mitad de una vuelta, alguien me dijo que no existen cosas como la suerte o el destino en el golf, que todo eso que no comprendíamos o que no alcanzábamos a ver con claridad se trataba tan solo de competir, de crecer a través del deporte. Tiendo a pensar que es el caso de Adam Scott, un jugador titubeante en el último Open Championship que fue capaz de meter dos putts en un espacio de veinte minutos para ganar el Masters. El primer australiano de la historia en conseguirlo. Todavía huele a pólvora en Augusta.
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