Mi primer encuentro con el Augusta National sucedió una noche de abril. Era domingo y al día siguiente se reanudaban las clases en la escuela primaria tras las vacaciones de Semana Santa. Mientras me aseguraba de que todos los útiles escolares estuvieran preparados y cómodamente instalados en mi mochila encendí el aparato de radio que aún hoy, dieciséis años después de aquello, adorna mi mesilla.
Al hacerlo, me topé con la mil veces imitada voz del, por otra parte, inimitable, José María García. Todo acontecía bajo el guión previsto. Los corresponsales de la cadena en cada ciudad con equipo en primera analizaban los encuentros que habían tenido lugar a las cinco de la tarde, otrora sagrada hora dominical, repasando el nombre de los goleadores, la actuación del árbitro y la asistencia al partido. En aquel entonces la radio aún era el principal medio informativo de este país y el elegido por la mayoría de los españoles para conocer los sucesos de última hora. Internet era “rara avis” y, por eso mismo, porque se trataba de informar, las tertulias gozaban, en el mejor de los casos, de un peso residual en las escaletas de los programas deportivos nocturnos.
Pero aquella noche, no sé si fui del todo consciente en aquel momento (supongo que sí, porque de lo contrario ya la habría olvidado), no tuvo nada de convencional. El guión previsto tuvo que dejar paso a informaciones puntuales, que más tarde se convirtieron en pequeños comentarios, sobre lo que estaba acaeciendo en el Augusta National, al otro lado del océano. Aquello me interesó al instante. Quizá fue por lo extravagante, casi esotérico, de la situación. Imagínenselo. En una humilde casa de un humilde barrio de Salamanca, ciudad de provincias, donde jamás se hablaba de golf (no hasta que años más tarde pronuncié aquella famosa frase “mamá, quiero ser golfista” que no me cundió tanto, ni mucho menos, como a Concha Velasco en la versión artística), un señor de Fuenterrabía y un tiburón australiano se colaron a través de las ondas para captar la atención de un niño que debía llevar horas en la cama. Para ser honrado diré que yo ya sabía quién era el Tiburón Blanco (¿quién no se interesaría por alguien con ese apodo?) y, por supuesto, había seguido, aunque de lejos, la historia de ese español llamado a igualar, ahí es nada, los logros de un tal Severiano Ballesteros y, claro, también su lucha contra esa enfermedad crónica que estuvo a punto de postrarle de por vida en una silla de ruedas.
“Eagle de Norman en el 13. Se pone líder en solitario. Olazábal emboca para birdie y empata con el australiano”. Al oír aquellas palabras, u otras parecidas, de la boca del pequeño locutor, solamente me imaginaba al golfista español luchando contra el mejor jugador del momento. Desconocía por completo el pronunciado dog-leg que dibuja la calle de ese maravilloso par 5, la pinaza del lado derecho donde tantas bolas reposan a lo largo de la semana (y sobre la que Chema en un alarde de sangre fría se jugó el Masters de 1994 quitando con precisión quirúrgica cada una de las hojas que asediaban su bola durante el duelo que mantuvo con Tom Lehman) y el arroyo que circunvala el pequeño y ondulado green. Todo eran ideas vagas, pensamientos nebulosos a los que años más tarde, aunque a través de la televisión, he ido dotando de realismo. Un realismo, eso sí, que bien podría definirse como mágico. ¿O es que acaso no es mágico que el color de las aguas que circulan por debajo del Hogan Bridge sea dorado? Y qué me dicen del viento cambiante en ese mismo rincón del Amen Corner. Por no hablar del green del 16, donde, en ocasiones, sólo en ocasiones, las bolas parecen buscar por sí mismas el camino del hoyo.
Lo apuntó García y hoy, releyendo crónicas de aquella jornada, comprendo que tenía razón. El público estaba con Norman. Era la tercera vez que jugaba en el último partido del domingo y los seguidores creían, quizá con razón, que el Dios del golf le debía al menos una chaqueta verde. Los bogeys al 14 y al 15 demostraron que no sería aquél el día y, de pronto, Davis Love III se había convertido en el principal perseguidor. Por fortuna, Olazábal no le dio opción. De hecho, recuerdo haberme sobresaltado al escuchar al periodista hablar del “golpazo de Chema en el 16, putt de metro para birdie”. Los postreros pares al 17 y al 18 certificaron el triunfo, un triunfo emocionante y merecido como tuvo a bien reconocer el público de Augusta. Fue entonces cuando apagué el aparato de radio y me introduje entre las sábanas para gozar de un plácido descanso. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, mi hermano mayor comentó la noticia y se mostró contento por el logro de nuestro compatriota. Yo, a sabiendas de que todos me creían en la cama a aquellas intempestivas horas, esbocé una sonrisa y suspiré por el hecho de sentirme un gran privilegiado.
Hoy, dieciséis años después, he podido comprobar que José María Olazábal es un hombre íntegro y emocional que se merece todo lo bueno que le ha pasado y lo que aún le queda por vivir. Después de verle liderar al equipo europeo de la Ryder Cup en Medinah entendí que su huella permanecerá intacta, al igual que la de Seve, hasta milenios después de su muerte. Hoy, dieciséis años después de aquel momento, y tras haber seguido por televisión, golpe a golpe, más de diez retransmisiones del Masters, aún admiro más esa obra de arte inscrita en el territorio, ese paréntesis verde que llena de esperanza a un mundo convulso y que responde al nombre de Augusta National.
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