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Zona Pro

Perder y ganar en 18 hoyos

Enrique Soto | 02 de febrero de 2014

Había perdido el torneo. Stephen Gallacher, el mismo jugador que se transformó en un huracán durante los segundos nueve hoyos del Emirates Golf Club, tiraba por la borda casi todas sus opciones de victoria en tan solo ocho pruebas. Fue un comienzo horrible, lleno de dudas y asediado por la presión, en el que cedió cuatro bogeys. Quizá fuera porque Rory McIlroy, envuelto en el aura de tiempos mejores, iba a su lado en el último partido; quizá porque era consciente de que defender el título logrado el año anterior es una tarea ardua y llena de dificultades, pequeños problemas en cada golpe; quizá, simplemente, su cuerpo no le respondiera. Pero aquel comienzo de Gallacher lo habíamos visto ya antes: era un líder que se desmoronaba.

Tuvo suerte porque Rory, a su lado, no se pareció en nada al del jueves. El chico que se paseó por cada tee de salida haciendo inútiles los esfuerzos del diseñador por proteger las banderas se desvaneció. Fue en un tramo de cuatro hoyos, entre el 10 y el 13: bogey, birdie, bogey, bogey. Estaba en lo más alto de la tabla y, a diferencia de lo que nos enseñó Tiger en sus mejores tiempos, perdió el control de su juego. Él, en definitiva, nunca ha sido así; basta con recordar cómo buscó el birdie desesperadamente en el último hoyo del PGA Championship, con siete golpes de ventaja. A él le gusta tanto atacar que, a pesar de que su swing no está todavía al cien por cien, decidió emprender una nueva embestida para cerrar el torneo cuanto antes. Probablemente porque no sepa todavía jugar a algo distinto.

El chico destinado a reinar no ha alcanzado la suficiente consistencia como para arriesgar de ese modo y pagó un peaje de los que duelen a los grandes campeones: inclinar la rodilla sin que nadie le obligara a ello. Un birdie en el 17 maquilló una vuelta mediocre, aunque quizá el calificativo, tratándose de él, sea horrible. Y entonces Gallacher vio la luz, un pequeño haz a lo largo de un pasillo oscuro. Marchaba con más cuatro y recogió el testigo que había dejado en los segundos nueve del Emirates veinticuatro horas antes. En él se podía leer: menos diez en diez hoyos. El jugador con miedo había perdido el campeonato pero se sacudió todas las dudas con una facilidad asombrosa. Ya no se vio nada parecido a lo largo del día. El huracán había vuelto.

Entre el 11 y el 17 arrancó cuatro birdies al recorrido y miró a la tabla para ver si todavía tenía alguna opción de arreglar el desastre. No es de extrañar que sonriera cuando vio su nombre en lo más alto. Emiliano Grillo, todavía inmerso en asentarse en el circuito, firmó un menos seis que le situaba segundo, en un acumulado de menos quince; Romain Wattel ascendía con el mismo resultado hasta la tercera plaza, empatado con Koepka; mientras que Thorbjon Olesen, Steve Webster, Robert Rock y Mikko Illonen, con un espectacular menos ocho, se habían situado quintos. Pero ninguno de sus principales perseguidores había tenido el día mágico, ese que hace falta para ganar viniendo desde la distancia.

Así que Stephen jugó conservador, justo como no hizo McIlroy. Un par en el 18 le otorgó un triunfo del que él mismo se había privado en los primeros instantes de su vuelta. Tuvo la ayuda de Rory y del resto de sus perseguidores, sí; nadie suele ganar hoy día con una vuelta de par. Pero su victoria es también una imagen frente al espejo de lo que es el golf, el deporte en el que se sube y se baja constantemente entre un golpe y otro. Lo dijo Mac O’Grady hace unos años: “En un momento te haces una herida. Al minuto siguiente, te estás desangrando. A continuación, estás pintando la Mona Lisa”. Y Gallacher dio la última pincelada de su carrera hoy, en el Omega Dubai Desert Classic.

Jorge Campillo finalizó vigésimo tercero; Eduardo de la Riva, decimonoveno; Rafael Cabrera-Bello y Pablo Larrazábal fueron cuadragésimo primeros; Alejandro Cañizares y Álvaro Quirós quincuagésimo cuartos, mientras que Carlos del Moral termino en sexagésimo séptima posición.

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