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Zona Pro

Protagonistas del año: Adam Scott

Enrique Soto | 16 de diciembre de 2013

Era uno de los jugadores que acostumbraban a ganar cada año. Entre el 2007 y el 2010, sin embargo, Adam Scott no consiguió un solo top 10 en los grandes. El australiano afrontaba una situación muy similar a la de muchos jugadores que se consideran “globales”, es decir, que no solo compiten en uno de los principales circuitos: incontables horas en aeropuertos, sedes distintas para continentes distintos y esa incertidumbre que debe perseguir al profesional al preguntarse: “¿Jugaré igual en Alemania que en Florida?” Era capaz de rendir a un gran nivel durante determinadas semanas pero, por alguna razón, su golf no terminaba de despuntar cuando verdaderamente lo necesitaba.

Es por ello que cambió ciertos hábitos a partir de la experiencia. Scott ordenó su calendario en función de cuatro pruebas: Masters, US Open, Open Championship y PGA. Lo único que le importaría durante los siguientes años de su carrera sería el ganar en uno de estos escenarios y alcanzar, por fin, el primer grande de un chico que un día fue considerado el gran rival de Tiger Woods. El resto también importaba, pero resultaba accesorio comparado con esa meta definitiva. En 2011 fue segundo en el Masters y séptimo en el PGA; en 2012, finalizó octavo en Augusta y estuvo muy cerca de conseguirlo en el Open, tirando por la borda sus opciones en los últimos cuatro hoyos. Entonces, mientras Ernie Els levantaba la Jarra de Clarete, se dijo: “El golf le debe un grande”. Adam se iba a ocupar de que esa tarea recayera en sus manos, no en la providencia.

Si en dos temporadas había conseguido cuatro top 10 (cuatro más que en los cuatro años anteriores) significaba que el método que había decidido seguir funcionaba a la perfección, ya que en esto del golf, y como dijo en su día Phil Mickelson, “es más importante tener una oportunidad en la última jornada, en los últimos nueve”, que ganar o perder. El plan, en su caso, no pasaba por cambiar nada, sino de que la derrota en Royal Lytham no afectara lo más mínimo a sus preparación, al futuro en general. Así que Scott no cambió de entrenador, caddie ni objetivos, sino que llegó a Augusta el pasado abril con la mejor versión de su swing y un juego corto fiable. Su talento, la experiencia y sus ambiciones deberían ocuparse del resto.

En la primera jornada firmó un menos tres. En la segunda, entregó una tarjeta de par y se mantuvo en el top 10, séptima posición. Se encontraba justo en la posición para la que había entrenado, es decir, los diez mejores, la que le permitiría atacar durante el fin de semana y seguir luchando por la victoria. En la tercera, el llamado día del movimiento, entregó otro menos tres y alcanzó la tercera plaza. No había hecho nada del otro mundo para conseguirlo: no había golpes imposibles desde la pinaza que rodea las calles de Augusta, intentos arriesgados de alcanzar uno de los pares 5 en dos golpes ni tampoco putts lo suficientemente atrevidos como para salir del hoyo con un bogey. Adam hizo solo las cosas que sabía que funcionaban en ese campo y confió en todo lo que había practicado para esa semana, señalada en rojo en su agenda.

Salió a un golpe de Brandt Snedeker, que se fundió cuando lideraba el torneo en 2008, y Ángel Cabrera, un perro viejo y peligroso que ganó allí en 2009. Él, sin embargo, debería estar tranquilo, ya que había llevado a cabo sus objetivos a la perfección: si ganaba sería el primer australiano en ganar un Masters, si perdía solo debía preocuparse de sentirse orgulloso de su rendimiento, de dar un paso adelante sobre lo que hizo en el Open de la temporada pasada. Solo tenía que hacer lo que ya sabía y confiar en aquello que Jack Nicklaus dijo hace unas décadas: “Los grandes son los torneos más fáciles de ganar. Hacen que el noventa y nueve por ciento de los jugadores cedan ante la presión y luego yo haré que el uno por ciento restante lo haga”. Scott, con el mismo juego fiable de toda la semana, entregó de nuevo un menos tres, con un putt en el 18 que hizo saltar a todo un país de sus asientos.

Por fin le sucedía algo mágico en una cita importante, y no gracias a la providencia, sino a que se sentía cómodo luchando por la victoria; era capaz de sacar lo mejor de sí mismo porque tenía su meta cerca, y ya la había olido antes. Cabrera, que también sabe un par de cosas sobre el viejo arte de ganar, le replicó en el mismo hoyo, en un golpe que no pasará a la historia pero que requería una confianza suprema en uno mismo. Ambos se enfrentaron en un playoff y Adam estaba desatado. Calle, green, putt. Steve Williams saltaba, Australia enloquecía y el chico que un día estaba llamado a ser el mejor se convertía en un jugador maduro, fuerte, consciente de que las metas no se alcanzan a base de talento, sino de un constante aprendizaje a través de los errores. En el Open quedó tercero. En el PGA, quinto. No será su último grande.

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