Darren Clarke acumulaba doce victorias en el Circuito Europeo al comenzar el año 2011. Había ganado en varias ocasiones un World Golf Championship (años 2000 y 2003), participado en Ryder Cups y se le había considerado uno de los mayores talentos del viejo continente durante prácticamente una década. No faltaban motivos. Lejos de ser un paradigma de la regularidad, a Clarke le bastaba un chispazo durante una semana para desatar su mejor juego. No acumulaba top 10 cada semana, pero si el norirlandés veía claro el camino al hoyo nada le impedía alcanzarlo.
El último mes de abril supuso un punto de inflexión en su carrera. Lejos de su mejor nivel de juego, Clarke arrastraba una moral que se llevaba despedazando desde el año 2006 cuando su mujer, Heather, falleció a causa de un cáncer. El golf requería su mejor versión pero, en sus circunstancias, solo acudir a los campos ya suponía un esfuerzo encomiable. Después de firmar una tarjeta con 81 impactos en el Trofeo Hassan II en Marruecos, su relación con el golf parecía apagarse definitivamente. “Estaba tan mal que pensó en dejarlo”, dijo su agente, “Chubby” Chandler. “Nunca lo he visto peor. En Marruecos no estaba pegando a la bola como lo suele hacer y le dije que se tomara unas vacaciones. Se marchó tres semanas y volvió nuevo”.
Y entonces llegó a Mallorca. Dos semanas después de que descansara en mitad de la temporada, Clarke ganaba el Iberdrola Open a mediados de mayo en mitad de un silencio mediático. Parecía que era lógico que un jugador de su categoría ganara cada ciertos años un torneo; al fin y al cabo, el golf se sustenta en gran medida en el talento. Aquella victoria significaba algo más. No solo que estaba en disposición de desplegar una mejor versión de sí mismo sino que sus días con el golf no estaban cerca de terminar, sino de comenzar una nueva relación. “Sucede más o menos cada tres años, consigo la actitud adecuada para jugar al nivel que verdaderamente soy capaz”, explicaba entre vasos de champagne. La máxima de que a veces es necesario tocar fondo para llegar a lo más alto cobraba fuerza con su historia.
Solo dos meses después, Clarke lideraba el Open Championship, el tercer major del año, en el Royal Saint George’s (Sandwich, Inglaterra). Todo el mundo esperaba que cayera en cualquier momento, que no aguantaría. Si durante todos sus años como profesional no había conseguido ganar un grande, ¿qué sentido tenía que lo hiciera a los 42 años? ¿Qué había cambiado? Pero Clarke no se hacía esas preguntas. A lo largo de los cuatro días de torneo caminó firme y orgulloso por las calles y los greenes, consiguiendo reencontrarse con sus mejores golpes y venciendo a Dustin Johnson, Phil Mickelson, Thomas Björn. Nadie consiguió alcanzarlo.
En una década en que los jugadores profesionales han pasado a ser verdaderos atletas, Clarke fuma y bebe Guinness sin reparos. “Juego mejor cuando estoy gordo”, decía durante el Open Championship. Una forma bastante fructífera de apartar las críticas en una sola frase. Si bien es cierto que podría perder peso, Clarke practica habitualmente en Royal Portrush, un campo que cuenta con unas condiciones climáticas muy parecidas a las que se ven en el Abierto Británico. Estaba más que preparado aquella semana y no pareció que le costara hacer el swing. Parecía un jugador sólido, con unas manos fuertes y unos antebrazos rocosos, como si pudiera doblar el acero.
Otro norirlandés que ganaba un major, el tercero en poco más de un año y el segundo en apenas cuatro semanas (Graeme McDowell y Rory McIlroy ganaban los dos últimos U.S. Open). Prolongaba los éxitos deportivos de su país y su vida como golfista. El proceso es digno de observación. Comenzaba al hacer 81 golpes en abril y finalizaba en julio ganando en la cuna del golf. Golf en estado puro.
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