No ha jugado el mejor golf de su carrera en 2012 ni ha ganado más títulos que nunca, pero la temporada de Ian Poulter se puede resumir a lo largo de una vuelta. Fue en la Ryder Cup en el segundo día de competición, y el panorama era desolador para Europa. Keegan Bradley saltaba, gritaba, sacaba el puño con tanta cotidianidad que parecía estar ganando un grande en cada golpe. Era un jugador de tenis a punto de recibir el servicio de su rival, balanceándose alrededor de su bola y agitando el ánimo de Phil Mickelson, que pasó de ser uno de los peores jugadores en esta competición a un hombre invencible. Keegan era el nuevo equipo estadounidense y junto a él, Bubba Watson, Webb Simpson o Jason Dufner castigaban duramente a los de Olazábal.
Habían pasado prácticamente dos jornadas y Estados Unidos reflejaba una ventaja de 10 a 5 en el marcador. Solo quedaba un partido en el campo, el que enfrentaba a Jason Dufner y Zach Johnson contra Ian Poulter y Rory McIlroy. La noche caía sobre Chicago a gritos de “U.S.A.” mientras McDowell no embocaba los putts decisivos, Kaymer era una sombra de sí mismo y Westwood se desvanecía en sus fantasmas. Poulter no es como Bradley, no es tan joven (tiene 36 años) ni se mueve tanto alrededor de su bola, pero adora esta competición. La adora. Al comienzo del día, a punto de salir a jugar contra Bubba Watson, rogó al público americano que gritara mientras pegaba su primer golpe porque le gustan los abucheos y las burlas. Le mantienen concentrado y cree que es lo que diferencia a la Ryder Cup de otros torneos.
Si ganaba su partido el marcador reflejaría un 10 a 6, dando una diminuta esperanza a los suyos. Si empataba no habría ni eso. Poulter llegó al hoyo 18 después de realizar cuatro birdies seguidos y arrastrar a McIlroy por el campo (algo que él mismo admitió). Tenía un putt de cuatro metros para ganar el hoyo y de nada hubieran servido sus esfuerzos a lo largo de dos días si no lo embocaba. Era el putt. Lo estudió cuidadosamente, el público guardó silencio, se colocó a la bola y lo ejecutó.
Fue entonces cuando Poulter llevó a cabo el que probablemente sea el momento deportivo más memorable de 2012. El público americano había espoleado a los suyos hasta la extenuación y el Medinah Country Club, más que un torneo de golf, parecía albergar un acto patriótico. Las banderas estadounidenses se desplegaban con la misma intensidad que el verde de la hierba y en cualquier recoveco del recorrido parecía saltar alguien gritando “U.S.A.”. Los golpes malos de los de Olazábal se aplaudían y los buenos de los de Davis Love eran continuos estallidos de júbilo. Sucede en cada Ryder Cup y debería seguir siendo así.
Entonces va Poulter y golpea la bola en el green del hoyo 18. El putt cae suavemente de izquierda a derecha. Entra. Y ahí llegó el momento: todo el público, incluido el americano, gritó. No fue tan intenso como cuando Tiger ganó el U.S. Open lesionado o cuando Mickelson ganó su primer grande, pero fue una celebración real, más instintiva y repentina. En aquel instante aquel grito reflejó una sensación que atravesaba medio planeta: “¿Has visto lo que acaba de hacer Poulter? ¡Cinco birdies seguidos!”, parecían exclamar. “Lo ha metido. ¡Con toda la presión y lo ha metido!”. Evidentemente, no se prolongó durante mucho tiempo y se comenzaron a escuchar de nuevo ánimos al equipo de Davis Love, pero aquel momento, irracional como una risa, sirvió para que un inglés demostrara a los suyos que podían ganar esta competición. Y que si podían también debían hacerlo.
Protagonistas del año: Bubba Watson
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