Keegan Bradley tenía que hacer flotar su bola unos dos metros, poco más. Se encontraba en el par 3 del hoyo 15 del Atlanta Athletic Club, última jornada del PGA Championship, a solo dos golpes de un sorprendente líder, Jason Dufner. Era el momento de la verdad. Se han visto cosas muy extrañas en los últimos hoyos de un major, desde golpes imposibles a desastres inexplicables. Tenía que crearse la oportunidad de que algo especial sucediera, lanzar un ataque y esperar que el impacto llegase a su rival. Tan solo tenía que enviar su bola a unos dos metros de distancia.
El golpe pasaba por deslizar su wedge por debajo, hacer un pequeño globo y ver como la bola llegaba muriendo al agujero. Debió de haberlo hecho millones de veces durante sus veinticinco años, sin embargo, en aquella ocasión, no lo consiguió. La realidad fue que soltó el palo demasiado rápido y la cara llegó más cerrada de lo necesario. La bola salió baja y descontrolada, botando cerca del hoyo. El green hizo el resto. Agua. Era su primera aparición en un major y firmaba un triple bogey a tres hoyos del final.
Bradley sentía la crudeza de la competición y se quitaba la gorra, tratando de asimilar los últimos diez segundos de su vida y pensando: “¿Ahora qué?” Dufner observaba la secuencia desde el tee de salida del mismo hoyo. El cámara enfocó su semblante mientras el público intentaba reconocer los gestos de un campeón de majors. Los rookies en el PGA Tour, como Bradley, no hacían remontadas de cinco golpes en los últimos tres hoyos de un grande. Lo que no nadie sabía es que no estábamos ante un jugador corriente.
Dufner no sólo no mostró ninguno de los gestos que anticipaban una victoria segura que dependía de sus manos, sino que envió su bola al mismo lago que Bradley. Nada más verla salir apartó la mirada, como desentendiéndose de la situación: “No estoy aquí, ese golpe no es mío”. Mientras tanto su rival, en todo un despliegue de entereza, hacía dos birdies en sus últimos tres hoyos y levantaba el puño con cada putt que terminaba dentro del hoyo. El público había cambiado de bando, la victoria elegía a otro jugador. Solo 90 minutos después de tirar su bola al agua, en pleno playoff, Bradley alcanzaba el green del 18 en un segundo golpe que había causado estragos durante toda la semana.
Se había hablado mucho del futuro del golf americano una vez que dos monstruos como Tiger Woods o Phil Mickelson bajaran su nivel de juego. Aquella tarde en Atlanta se pudo ver a un joven convertirse en el primer estadounidense en 16 meses en ganar un major. No era Rickie Fowler ni Dustin Johnson, que habían competido a todos los niveles como amateurs, sino un chico que esquiaba en invierno y jugaba al golf en verano. “La gente me pregunta cómo me convertí en profesional viviendo en Vermont, asumiendo que viajaba al sur del país a menudo. Pero la verdad es que cuando comenzaba a nevar, dejaba los palos y no los tocaba demasiado”.
Ha sido el rookie del año en el PGA Tour. Todo un despliegue de talento, dada su inexperiencia. Intentando no pasar apuros por mantener la tarjeta, planificó su temporada a 28 torneos, muy por encima de la media, y su rendimiento ha sido algo irregular. Del mismo modo que fallaba el corte (hasta en diez ocasiones) alcanzaba el top 25 (doce veces) o ganaba el Byron Nelson Championship en mayo. Contrarrestaba malas semanas con otras muy buenas, tratando de encontrar su equilibrio en el circuito. Lo ha conseguido y la próxima temporada se presenta emocionante, con la obligación de responder al desafío.
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