El U.S. Open del año 2011 contempló como un chaval norirlandés de 22 años batió once récords distintos durante cuatro días de competición. Rory McIlroy borró cualquier posibilidad de victoria para cualquiera de sus rivales y finalizó el torneo con el global más bajo de su historia (16 bajo par), con ocho golpes de ventaja sobre el segundo clasificado. En 111 ediciones del segundo major del año, solo cuatro golfistas habían recortado golpes al recorrido durante todas las jornadas y aquella semana lo hicieron dos (Robert Garrigus y él). Era un niño pequeño tumbando al campeón de los pesos pesados con una patada en la espinilla y convirtiendo la que debería ser la prueba más dura del año en un agradable paseo por la feria. La venganza se antojaba inevitable en la siguiente edición.
Y llegó. La USGA preparó el Olympic Club como si de una batalla campal se tratara y llamó a los mejores del mundo a filas para ver si había alguien capaz de sobrevivir hasta el domingo por debajo del par. Aquel torneo sí tenía más pinta de U.S. Open: calles duras y sinuosas, rough selvático y greenes duros como el asfalto. “Bienvenidos al infierno”, parecían decir con aquello. En esas condiciones los jugadores solo pudieron intentar adaptarse al medio lo mejor posible y optar siempre por el error menos malo. Tiger Woods finalizó con mas siete, Charl Schwartzel con mas diez, Zach Johnson e Ian Poulter con mas once… y se encontraban entre los 50 primeros. El tiempo empujaba a todo el mundo hacia los bogeys y el campeonato pasó a ser una selección natural, en la que solo los más fuertes saldrían victoriosos.
La última jornada tenía a dos supervivientes natos en cabeza. Graeme McDowell y Jim Furyk había ganado batallas similares (años 2010 y 2003, respectivamente) y sabían a qué jugaban. Si el golpe se antojaba imposible, había que plantear el modo seguro y conservador pero cuando la opción de birdie era clara no se podía fallar. Calle a calle y green a green, fueron quedándose solos en la clasificación, planteando una bonita lucha para el domingo que podría pasar a los libros de historia. “El duelo de los campeones pasados”, iba a titularse. Ninguno de ellos esperaba que un tercero, viniendo desde atrás, fuera a robarles todo el protagonismo pero el golf, de nuevo, volvió a sorprendernos a todos.
Se suele decir que el jugador que gana el U.S. Open es el que retrocede más lentamente en la última jornada y G-Mac y Furyk jugaron a eso durante la parte más dura del recorrido, los seis primeros hoyos. Buscando pares como agua en el desierto, se plantaron en el hoyo 14 del Olympic sin apenas un solo birdie en sus tarjetas y con pequeños errores que, en esas condiciones, resultaron muy costosos. Una defensa a ultranza de sus opciones desembocó en la necesidad de lanzar un ataque desesperado cuando vieron que Webb Simpson no solo no fallaba, sino que estaba jugando bajo par. Había firmado birdies en cuatro hoyos casi consecutivos y afrontaba los nueve finales como líder. Fue el momento en que comenzó a ganar el U.S. Open. Cada uno de ellos era un círculo del infierno que describió Dante en la Divina Comedia y Simpson fue evitando las trampas y desafíos golpe a golpe, normalmente de calle a green. Cuando falló, lo hizo por el lado bueno y cuando acertó se dejó oportunidades de birdie que no consiguió materializar, pero que restaban trampas en el camino. En un torneo preparado para penalizar ferozmente los fallos, discernió a la perfección los momentos para atacar de los que era necesario mantenerse con vida.
Su nombre se unió a una lista en la que aparecen Payne Stewart, Retief Goosen o Hale Irwin, todos ellos grandes jugadores cuando el margen de error es rídiculamente bajo. Webb había conseguido su primera victoria la temporada anterior y demostró que estaba hecho de la pasta más dura que existe en el golf y que distingue el U.S. Open; la misma que tienen Furyk o G-Mac al terminar casi siempre entre los 20 primeros y que les otorgan varias oportunidades de victoria a lo largo del año. Él lo demostró pocos días después de ganar en Olympic: “No quería asentarme ni confiarme después de ganar un major. Quería seguir hambriento”. Sus siete top 10 durante el resto del año lo confirmaron. Simpson volverá a ganar y sería de locos no creer en que un domingo por la tarde, en la última jornada de un major, su nombre volverá a estar entre los primeros clasificados.
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