La última victoria de Lee Westwood en el Circuito Europeo llegó en el Nordea Masters, en junio de 2012. Eran días felices. El inglés seguía engordando su enorme registro en los majors, donde acumula tantos top 10 que resulta difícil imaginar uno de los cuatro sin su nombre en algún lugar alto de la tabla; había dejado recientemente el número uno del mundo, el primero de su país en conseguirlo desde Nick Faldo; era capaz, en determinadas semanas, de dispararse en la clasificación y ganar con la autoridad que indican sus cuarenta triunfos profesionales. En otras palabras: Lee estaba en el camino que quería recorrer. En algún momento, a partir de aquellos días en Suecia, lo perdió.
Han sido dos años largos, de cambios y de buenas y malas decisiones. Incluso un jugador de su experiencia, con tanto que recordar, es capaz de cometer fallos estratégicos. Esta semana, después de finalizar entre los veinte primeros en Houston y séptimo en Augusta, Westwood sonreía de nuevo. ¿Por qué? No tanto por tener algo a lo que agarrarse firmemente en forma de resultados, sino porque había encontrado otra vez el camino. “Comencé a trabajar con mi nuevo entrenador hace unas semanas, Mike Walker, y Billy Foster volvió a mi bolsa al final del año pasado”, dijo, “por lo que volví a lo que había hecho antes, ya que funcionaba”. Son sus palabras de hoy, pero también las dijo Dante Panzeri, periodista argentino, hace ya tiempo: “No hay nada nuevo. Hay cosas viejas que estaban olvidadas”.
Un regreso al camino que le hizo un grande y unos resultados inmediatos porque Westwood, después de llevar poco más de un mes con Walker, ha vuelto a hacer lo mismo que en aquellos días felices en Suecia; ha vuelto a ganar. Más que eso, ha vuelto a saborear lo que es dominar un torneo con una autoridad insultante. Comenzó la última jornada del Maybank Malaysian Open con un impacto de ventaja sobre su compatriota Andy Sullivan y siguió el guión que tan bien han mostrado al mundo Tiger Woods o Jack Nicklaus: se mantuvo firme como una roca. Dos pares, un birdie, y un nuevo desfile de tiros a green que nunca le ponían en peligro. Sullivan, menos experimentado, sucumbió estrepitosamente. Firmó un triple bogey en el dos y desapareció lentamente del torneo.
Allí se terminó todo. Este guión lo habíamos visto antes. Un líder tan predecible suele conllevar perseguidores más incautos, de los que arriesgan más de la cuenta, sabedores de que necesitarán algo especial para darle caza. A Julien Quesne, que partía a cuatro golpes, le sucedió igual: a los birdies le seguían errores no forzados. De pronto, y a pesar de una suspensión de cuatro horas, todo el mundo sabía quién iba a ser coronado campeón en Kuala Lumpur. Lo sabían Wiesberger, Oosthuizen y Colsaerts, que se pusieron a pelear por la segunda plaza y terminaron compartiéndola; también Willet y Karlberg, quintos; lo sabían los organizadores, que cruzaban los dedos para que la tormenta les dejara entregar el trofeo a Westwood. Fue demoledor: siete impactos de ventaja, menos cuatro en el día, menos dieciocho en el total.
“Este es un campo que se adapta muy bien a mí”, declaró el vencedor. “Jugué bien, pateé bien y el juego corto estuvo a buen nivel”. Así de simple, como su vuelta a lo que se supone un buen equipo europeo de la Ryder Cup. Lee Westwood recordó a Lee Westwood y ganó como la última vez que lo consiguió en 2012.
Pablo Larrazábal entregó un 67 para finalizar una semana compleja, con avispones de por medio y que él mismo ha calificado como la cuarta mejor de su carrera. De no retirarse a pasar el corte, del fin de semana al octavo puesto. Es ahí donde se fraguan las tarjetas, los buenos resultados y, en definitiva, las victorias. Fue también un buen torneo para Eduardo de la Riva, décimo, y para Álvaro Quirós, decimotercero. Carlos Pigem fue cuadragésimo primero.
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