Vivir el comienzo del otoño en Oviedo es vivir solemnidad. La coqueta ciudad se engalana concienzuda para celebrar los Premios Príncipe de Asturias, considerados los Nobel españoles. Junto a los Michael Haneke, Muñoz Molina, Annie Leibovitz… para sorpresa de muchos, un jugador de golf de apellido vasco asoma entre ellos en su XXXIII edición. José María Olazábal es el Príncipe de Asturias de los Deportes 2013.
El viernes 25 de octubre amanece plomizo en Asturias. Sensación que va amainando para tornarse primaveral a medida que avanzan las horas. A partir del mediodía, la atención se centra en el primer gran escenario de la jornada; el soberbio Hotel de la Reconquista de Oviedo. Su renacentista patio es un auténtico hervidero de gente a tan sólo unas horas de ver la memorable escena que marcará lo que sospecho será mi primera y última visita a estos Premios. Olazábal sobre la platea azul purísima del teatro Campoamor, emocionado y empuñando el diploma, regala un swing al patio de butacas y señala a su mentor Seve.
Seis horas antes de la inolvidable imagen, galardonados, autoridades, políticos, empresarios, patronos, medios de comunicación, seguridad, policía y más policía confluimos juntos en una espera tan infructuosa como inocua.
Entre las grisáceas pilastras dóricas de este contundente entorno se entremezclan ex ministros como Álvarez-Cascos o Cristina Garmendia con los corrillos mediáticos donde destacan Luis del Olmo o Mariló Montero. Pisan la rojiza alfombra de la Real Fábrica de Tapices patronos de la Fundación como Juan Miguel Villar-Mir que exultante nos confiesa la doble alegría del premio de los Deportes a Olazábal y el de la Concordia a la Fundación ONCE. «A veces valoramos más a fundaciones extranjeras que a las que son de casa». A escasos metros, se forma un revuelo junto a un gigantesco piano de cola. Allí asoma tímidamente la cabecita de Liv, la niña invidente de ocho años, que recogerá el galardón en representación de los más de 7.000 menores ciegos que integran parte de la fundación ONCE. Su destreza con las teclas y entonando el mítico «Do Re Mi», tema principal de la inolvidable película Sonrisas y Lágrimas, provocan la ternura y admiración del improvisado auditorio. Unos pasos más allá se mueve Antonio Muñoz Molina, premio Príncipe de Asturias de las Letras, entre fotos y arrumacos con su también ilustrada esposa, Elvira Lindo. Aparece Matías Prats. Nos cruzamos con Jorge Garbajosa y nos sorprende la presencia del golfista Santiago Luna, profundo admirador de Chema, que ha decido vivir la ceremonia in situ. También campan por el hall Alfredo Álvarez, presidente de la Federación Asturiana de Golf y Gonzaga Escauriaza, presidente de la RFEG, institución que presentó la candidatura de José María Olazábal a los premios.
En un rincón del gran salón, un conjunto de antiquísimos y robustos sillones de nogal acomodan al clan Olazábal. Allí con apariencia tranquila y relajada, José Mari apura los minutos con sus padres, hermana, cuñado y sus dos sobrinos, de quienes no se separa, únicamente para atender a algunos medios rezagados que no han podido concertar sus entrevistas previamente. En total, Olazábal habrá realizado cerca de 40 entrevistas en cuatro días. La comitiva la completan su inseparable Sergio Gómez, Maite y algunos amigos más que han querido compartir con él este acontecimiento.
Chema juega con su sobrina. Se abrazan, bromean. Parece que la pequeña Maialen de 10 años no seguirá sus pasos en el golf; le gustan más otras cosas. Es su hermano mellizo Joseba quien apunta mejores maneras. «Pero a veces me enfado mucho», suelta con desparpajo. Jose Mari reprueba cariñosamente a su sobrino, mientras nos guiña el ojo con complicidad e ironía: «Yo nunca me enfadaba…». A Julia, su madre, se le escapa una sonrisa.
Chema está pletórico. Alrededor, los movimientos de escoltas y policía delatan que los Príncipes de Asturias han llegado. La reina lo hará en unos minutos. Olazábal se despide de su familia para prepararse para la audiencia.
José María Olazábal lleva cuatro días de ajetreo con una agenda cronometrada; siempre custodiado por la gente de la fundación, encargados de minutar su vida en las últimas 72 horas. Ellos mismos se han sorprendido por la capacidad y calidad humana de nuestro golfista galardonado.
El martes empezó con un circuito urbano de golf en Avilés. Después, una charla de motivación y liderazgo hizo llorar a todas las autoridades regionales, locales y sindicales, muchos de los cuales jamás habían visto una pelota de golf. El miércoles tocó clínic y exhibición en el campo de La Barganiza. Allí, tras horas de clases y consejos, el protocolo le obligó a terminar con las últimas luces del día para continuar con saludos y presentaciones de otras autoridades en la casa-club. La jornada había finalizado y al salir al parking se percató que todavía quedaba actividad en el campo de prácticas y no lo dudó. Terminó a oscuras atendiendo a todos los aficionados que tardarán en olvidar ese día. Al igual que Aida, Carlos, Jorge, Pelayo y las decenas de niños que al día siguiente recibieron sus magistrales clases en el club de golf de Castiello (Gijón). Ese jueves, víspera del premio, la jornada concluiría en el teatro con la solemne ópera presidida por sus Altezas Reales.
Ni siquiera el atasco del teleprompter del Príncipe Felipe en pleno discurso de entrega restó emoción a las cercanas y cariñosas palabras que dirigió a Olazábal. Luego llegaría el swing, el recuerdo a Seve y el enorme gesto de compartir los 50.000 euros del premio con Teresa Perales, deportista paraolímpica que se quedó a las puertas de este reconocimiento.
Debo reconocer que, desde hace un tiempo, no soy demasiado monárquica, aunque sospecho que jamás estaré más de acuerdo con el Príncipe en algo: «Gracias maestro, y no sólo por serlo del golf».
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