El 9 de abril de 1977 fue un día brillante y soleado. Con estas palabras comienza la autobiografía de Severiano Ballesteros. A partir de ahí continúa describiendo su infancia en Pedreña, una pequeña localidad en la punta sur de la Bahía de Santander. Allí, como recoge literalmente, limpiaba las boñigas del establo, iba al colegio, regresaba para comer y volvía a la escuela. De su padre heredó, y aprendió, el valor del trabajo. De su madre, también esmerada y afanosa en el cuidado del hogar, a vivir la vida con alegría, aceptándola como es. De sus hermanos mayores, a defenderse y hacer valer sus posiciones. A todos ellos, y también a los vecinos del pueblo, les agradeció siempre haber estado ahí, apoyándolo y rezando por él, por el chico de La Montaña que, aunque cueste no sonreír de incredulidad, triunfó en el mundo del golf.
Quisieron la casualidad y la realeza que allí, en Pedreña, hubiera un campo de golf. Así, por iniciativa de la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII, y gracias al obstinado empeño de decenas de montañeses, en 1928 abrió sus puertas el Real Golf. El virus se instaló de manera temprana en el organismo de Seve quien por cayado, a la hora de acompañar al ganado, llevaba un palo de golf que le habían regalado los socios del club a los que hacía de caddie para ganarse unas cuantas pesetas. Cuando sus hermanos le regalaron unas bolas —hasta entonces golpeaba piedras— empezó a frecuentar el campo a hurtadillas, incluso de noche. También la playa, donde se fabricaba sus propios agujeros y desgastaba su famoso hierro 3. Cuando una tarde, sentado enfrente de su padre, le expuso la decisión de abandonar los estudios y centrarse en el golf, recibió de este una lección que jamás olvidaría: “Recuerda, hijo, que para ser el primero en algo, hay que demostrarlo”.
De manera vertiginosa —aunque sin coger atajos—, acumulando por igual consejos y regalos, haciendo de la necesidad virtud, y de la virtud excelencia, fue rebajando los números de su tarjeta. A su innato ímpetu añadió la serenidad necesaria para dominar un deporte en el que los pensamientos vuelan mientras la bola yace parada, sobre la hierba, hablándote a través de sus pequeños alveolos. No tardaron en llegar los éxitos en torneos locales, luego a nivel nacional, después en el campo profesional, en el Circuito Europeo, y, finalmente, en los más codiciados torneos del calendario mundial: el Open Británico y el Masters de Augusta. Como si de un artista del Renacimiento se tratara, Seve, gracias a su carisma y a su indudable talento, fue recabando el amparo de numerosos mecenas, filántropos de diferente procedencia y profesión que, enamorados del chavalín de Pedreña, no dudaron en ayudarle a dar sus primeros pasos.
El 9 de abril de 1977 fue, efectivamente, un día brillante y soleado en Augusta, en el sur profundo de los Estados Unidos. Un jueves, como hoy, solo que hace treinta y ocho primaveras, Severiano Ballesteros hacía su debut en el torneo más prestigioso del mundo del golf, el Masters de Augusta, al tiempo que cumplía veinte años. Todo, nuevamente hoy, nuevamente 9 de abril y nuevamente el día en que comienza una nueva edición del Masters de Augusta, nos recuerda a él, a Seve, a quien tres años más tarde, en 1980, se convertiría en el primer europeo en alzarse con la chaqueta verde. Todo, digo, nos recuerda al golfista cántabro, quien aún añadiría un Masters más a su palmarés, en 1983, y al que le carcomería, hasta el final de sus días, no haber ganado el de 1986, que dominó hasta el fatídico hoyo 15 en el que envió una bola al agua. Lo suyo con Augusta, a pesar de haber perdido, también, en el playoff de la edición de 1987 ante Larry Mize, fue un verdadero idilio, un amor a primera vista entre el jugador y el campo. Cada vez que pienso en lo improbable de este encuentro, trato de imaginar que algo del Augusta National —tal vez el color de la hierba o la pureza del aire—, de manera consciente o inconsciente, le recordaba a su infancia.
Porque si a ningún otro mar, sino al Mediterráneo, podría haber cantado Serrat habiendo nacido en Barcelona; porque si de ningún otro lugar del mundo podría haberse enamorado —y enamorarnos— Woody Allen, habiendo crecido en la otra orilla del East River viendo cada día anochecer sobre Manhattan, carece, en cambio, de toda lógica geográfica que un chico del norte triunfara en el sur; que un ganadero de La Montaña terminara haciéndose golfista y, no conforme con ello, consiguiera portar sobre sus hombros, en dos ocasiones, la chaqueta más famosa del mundo.
Es 9 de abril y, allí donde estés, Seve, solo espero que sea, hoy también, un día brillante y soleado. Felicidades.
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