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Un padre bajo par

Daniel Palma | 16 de septiembre de 2012

El jueves, mientras volvía conduciendo tras ganar el fantástico torneo del Circuito Meliá gracias a la invitación de American Express, iba dándole vueltas a lo que este bendito deporte del golf aporta a nuestras vidas.

Son ya más de 25 años para mi jugando; años de muchos premios, regalos, trofeos, etc., de muchas frustraciones y más satisfacciones, anécdotas, buenos ratos y grandes recuerdos.

Porque en estos años el golf me ha permitido cosas como hacer de caddy en el Tour Europeo, jugar con profesionales que ocupan altos puestos en los rankings nacional y continental, viajes de ensueño y muchas otras cosas que reconfortan a cualquier jugador amateur. Pero por encima de todo eso, me ha obsequiado con algo mucho más valioso y gratificante: los momentos vividos junto a mi PADRE.

Mi padre es un tipo normal, jubilado de 64 años que toda su vida la ha dedicado a intentar ser un buen padre, trabajador y honesto. Entre él y yo no hay demasiados gustos en común, salvo nuestro amor por el Málaga C. F., el buen vino tinto y Charlize Therón. Pero si hay un rasgo que nos asemeja (casi nos mimetiza) es el de la competitividad, por supuesto deportivamente hablando.

Recuerdo cuando con apenas 10 o 12 años me sacaba a “gorrazos” de la pista de tenis tras infringirme severas palizas con muchos “roscos”, o me bailaba en el campo de fútbol. Competíamos jugando al ajedrez, al parchís o a los chinos. Cualquier juego/deporte era una excusa válida para un “duelo a muerte” entre él y yo, casi siempre, y afortunadamente, con mi madre de por medio, a la que si bien le gusta ganar, no es tan competitiva como nosotros.

Cualquier partida diaria, aunque fuera un “sindicato” a 9 hoyos, era un match encarnizado. Sin cuartel, sin concesiones, sin treguas. Ganar o perecer. El segundo era el primero de los derrotados.
A día de hoy, seguimos igual. Él sigue afanándose por ganarme a todo lo que puede, y si bien ya al tenis o en bici no puede, en el golf lo sigue consiguiendo.

Aún se regodea recordándome como en un parejas mejor bola en La Reserva, él que formaba pareja con Álvaro Quirós nos ganaron en el hoyo 18 a mí y a mi pareja, otro gran profesional, gracias a un golpe suyo en ese último hoyo.

Álvaro Quirós y los Palma en La Reserva

No se me olvidará jamás el día que en un torneo match play, bajando hacia el tee del 18 casi a oscuras, se cayó por una pendiente y se hizo una gran herida en la pierna. Yo le sugerí abandonar y él casi me fulmina con la vista. Jugó el 18 sangrando y ganó el hoyo y el match. Y digo ganó porque fue su pundonor y su casta la que nos hizo ganar.

Es competidor nato y no lo oculta. Jamás me ha dejado ganar a nada. Incluso ahora cuando juega con mis hijos al fútbol en el jardín intenta meter más goles que los niños. Y no sabe cuánto le agradezco que me inculcara ese principio.

Pero amén de ese afán competitivo entre nosotros, si hay algo con lo que yo de verdad disfruto es cuando juego formando pareja con él. Ahí la máquina de la competición se pone en marcha. Nos compenetramos, nos fusionamos y, aunque acabemos los últimos, dejamos hasta el último hálito de vida en el campo. Veo cómo lucha y pelea cada golpe, cómo disfruta cada uno de mis tiros, cómo le gusta involucrarse en cada decisión de palo, caída o distancia. Le gusta ganar, tanto o más que a mí, pero sobre todo le gusta formar parte del equipo; de NUESTRO equipo.

Hace unos días nos clasificábamos para la final nacional de un circuito, y cuento los días que quedan para irme con él. Ya lo tiene todo previsto, strokesaver, vientos, lluvia…

A pesar de todo esto hay otra cosa que si tenemos en común, y es que si jugamos individual, al igual que yo prefiero que gane él, estoy seguro de que él disfruta infinitamente más si soy yo el que logra vencer.

Dani Palma y su padre, en el torneo del Circuito Meliá de La Quinta

El jueves estaba eufórico por mi victoria. Lo gozó mucho más que yo. Comentaba mi vuelta de 70 golpes con todos, sacando pecho de que era su hijo el “animal” que había pegado el drive más largo. Esperando la clasificación para llamar a mi madre y contarle que había ganado. Y yo viendo eso, doy por buenos todos y cada uno de los malos momentos del golf. Bendigo la hora en que él, zurdo para todos los deportes, empezó a dar bolas con mis palos de diestro (y así sigue, jugando con palos de diestro) para caer envenenado de por vida. Y que con él arrastrara a mi madre. Y que a día de hoy yo tenga la enorme suerte de disfrutar de 70 rondas al año con ellos. Disfrutando, divirtiéndonos, compitiendo, viviendo.

Hay cosas en la vida que sólo el tiempo permite apreciar y valorar lo suficiente. Yo, posiblemente desde que tengo hijos, veo la suerte que tengo de compartir esta afición con mis padres. Y si alguno de los que leéis esto comparte esta situación, por favor que la aproveche, que la potencie y que la cuide. Que la viva y la disfrute. Que se “pelée” en el campo, que se batan en duelo y que se “chinchen” en el hoyo 19. Que vivan cada rato como si fuera el último. Son unos afortunados. Yo lo soy; tengo la inmensa fortuna de disfrutar de mis padres como de otra forma no podría hacerlo, y como sólo podré hacerlo con mis hijos. Gracias al GOLF, gracias a ellos, gracias a ti, Papá.

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