Echando un vistazo al Ranking Mundial o a los últimos ganadores de majors es difícil no quedarse asombrado. Un buen puñado de jugadores europeos han triunfado durante los últimos años de manera notable, copando los primeros puestos en las grandes citas y llevando cada dos temporadas a sus respectivos equipos de la Ryder Cup a un nivel competitivo inimaginable hace una década. “Es el mejor equipo de su historia”, decíamos sobre el combinado que José María Olazábal presentó en el Medinah Country Club. Y no nos faltaba razón. Westwood, Poulter, Donald, McDowell, Rose… Nunca Europa había tenido una acumulación de talentos similar.
Nos olvidamos que hace no demasiado tiempo esta situación se reflejaba al otro lado del Atlántico. Tiger Woods coleccionaba grandes como quien sale a trabajar cada mañana a la oficina, Phil Mickelson cabalgaba firme hasta sus más de 40 victorias actuales y otros grandes deportistas como David Duval, Jim Furyk, Mark O’Meara o David Toms se hacían un hueco en el Olimpo del golf. Europa se quedaba aislada como una antigua tierra donde se comenzó a practicar esta disciplina y resultaba más fácil mirar los libros de historia que la más rabiosa actualidad. Desde 1997 –cuando Woods ganó su primer grande– hasta el 2006, solo dos europeos consiguieron un gran trofeo: Jose María Olazábal y Paul Lawrie, ambos en 1999.
No es sencillo explicar cómo un continente que acumula tantos grandes jugadores puede llegar a pasar por un período de sequía tan largo, ni cómo ha sido capaz de resurgir de sus cenizas hasta el punto de que tres norilandeses (país con menos de dos millones de habitantes) ganaran un major en tan solo dos años. Parece una afrenta contra el sentido común, pero sí existen ciertos acontecimientos que marcaron un cambio de tendencia y llevaron a Lee Westwood, Martin Kaymer y Luke Donald a ser números uno del mundo, uno detrás del otro. Esto se debe a un efecto espontáneo y contagioso que en el deporte se suele denominar “competitividad”, o el estímulo que sufre un deportista al verse superado por su rival. Y la de Europa comenzó a extenderse como la peste cuando Padraig Harrington ganó su primer grande.
Corría el año 2007 cuando el irlandés venció a Sergio García en Carnoustie, rompiendo así una racha de siete años sin que ningún europeo ganara un major. En ocho temporadas lo habían conseguido solo dos y en doce tan solo tres (Olazábal, Lawrie y Faldo). Pero lo realmente fascinante y excepcional que ocurrió con Padraig no fue que superara a Sergio en el Open Championship, sino que un año después volvió a conseguirlo en el mismo torneo con una superioridad aplastante (el segundo fue Poulter a cuatro golpes) y a finales de 2008 lo hacía en el PGA con la misma contundencia. No se trataba de un genio desatado como Tiger ni de un concentración de talento tan poderosa como la de Mickelson, pero cuando Harrington se enfrentaba a un putt decisivo en la última jornada se mordía el labio inferior y sacaba el puño tras embocar una y otra vez su bola. Era un nuevo tipo de ganador, más asociado a la confianza y la lucha que a los golpes inimaginables; un púgil rabioso.
El efecto se extendió tan rápido como la corriente y Luke Donald, con su habitual clarividencia, se lo explicó a David Feherty en una entrevista el año pasado. “A mí me inspiró ‘Paddy’ ganando tres majors”, comentó el por entonces número uno. “Hace un tiempo jugamos mucho juntos, tanto en la Ryder como en otros torneos, y ver a alguien con el que has jugado tanto triunfar de esa manera encendió algo dentro de mí. Si él podía yo también”. Las victorias de Harrington contagiaron a Donald y vinieron a confirmar que el talento no es imitable, pero sí es contagioso y puede aparecer de mil formas distintas. Porque el deporte es así; detrás de un gran jugador aparece siempre una estela de contrincantes dispuestos a superarle y a llevar a otro nivel sus posibilidades. Ni Olazábal hubiera ganado dos Masters sin la figura de Ballesteros ni Ernie Els o Retief Goosen hubieran sumado entre ambos seis grandes sin el ejemplo de Gary Player.
Este efecto se ha descontrolado con el tiempo, concentrándose particularmente en las islas británicas. Hace unos años nadie dudaba de que Justin Rose era un prodigio cuando finalizó segundo en el Open como amateur, pero no ha llegado hasta hace bien poco el momento en que explotara como jugador. Caso similar ha sido el de G-Mac, que se dedicó a abrir bocas en América durante 2010 y se convirtió en el primer europeo desde Tony Jacklin en 1970 en ganar un U.S. Open. Ahora nadie duda de que entre los diez mejores del mundo la mitad provienen del viejo continente, pero fue necesario un estímulo o chispazo para encender todo ese talento silencioso; la primera ficha de dominó cayendo sobre la siguiente.
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