Domingo, hoyo 18, U.S. Open. Tiger afrontaba un putt de cuatro metros para birdie sobre un green tan rápido como una placa de hielo. Si la bola entraba, forzaría un playoff frente a Rocco Mediate, un jugador de 45 años intentando ganar su primer grande. Woods llevaba toda la semana pegando golpes sobre una sola pierna, recibiendo masajes nada más finalizar la jornada y tomando pastillas para superar una cruda realidad. “Mi rodilla está rota”, diría después. No estaba jugando tan bien como en otras citas. Se encontraba en Torrey Pines, uno de sus campos favoritos, y había pasado cuatro días jugando desde el rough, recuperando desde los bunkers y haciendo lo mismo que el resto de contendientes aquella semana: sobrevivir al major más duro que existe. “Sabía que lo iba a meter”, dijo Mediate cuando vio cómo entraba la bola.
No sabemos demasiado sobre Tiger Woods. Sí que conocemos historias de un niño prodigio, criado por un padre militar que se implicó en su educación hasta el punto de convertirse también en su entrenador, su guía espiritual y su ejemplo a seguir. Sabemos que ganó tres U.S. Amateur, que revolucionó el mundo del golf con la misma fuerza que un oso revolviéndose en una despensa y que tras ser operado en varias ocasiones de su rodilla, su mujer le persiguió con un hierro hasta que estrelló su coche en un árbol. Sin embargo, no sabemos qué le mueve para querer superar los 18 majors de Nicklaus, qué le gusta hacer en su tiempo libre, si tiene amigos de verdad o si disfruta de la vida que ha construido a su alrededor. No sabemos si podría pasar los años sin practicar este deporte o hasta qué punto ha cambiado después de que conociéramos que acostumbraba a visitar a más mujeres que la media de los americanos. Todo eso lo desconocemos porque Tiger se esconde detrás de una imagen, la del número uno, el mejor golfista de la historia, y la cuida con tanto mimo que es difícil escucharle decir algo distinto a “me encanta la competición”, o “solo busco ir golpe a golpe” y otras cosas por el estilo. Es un misterio.
Ahora bien, cualquiera que estuviera viendo en 2008 aquel U.S. Open sabía lo mismo que Rocco Mediate. Tiger iba a meter ese putt. Y realmente no nos hace falta saber nada más aunque nuestra fascinación por él aumente con el paso de los años. Toda la carrera de Woods se puede resumir en esa frase. “Va a meter ese putt”. Ya lo hizo en el PGA Championship en el 2000, en The Players en 2001 o incluso en el U.S. Amateur del 96. No era el jugador que le pegaba más fuerte, el más recto desde el tee, el más preciso con los hierros o el más habilidoso cerca de los greenes, aunque era muy, muy bueno en todas esas cosas. Su grandeza no es fácil de explicar porque hemos visto a muchos otros jugadores a lo largo de la historia hacer las cosas mejor que él. Seve tenía toneladas de imaginación más que Tiger, Trevino cogía muchas más calles y greenes, Tom Watson metía putts tan largos como la ruta 66 y Nicklaus tenía una solidez acorde a su estructura corporal: fuerte, ancha, inamovible. Pero al igual que Woods, metía esos putts. Hay muchas similitudes entre Jack y su perseguidor.
Desde aquel último grande hasta el comienzo de esta temporada, Tiger no se comportaba igual en los greenes. El PGA Tour cuenta con una estadística llamada “Strokes gained putting”, que han elaborado en el MIT y que suponemos el culmen de la precisión en cuanto a medir la realidad se refiere. Desde 2004 hasta 2008, estuvo en el top 5 tres veces. ¿Su mejor puesto desde entonces? Trigésimo octavo en 2012. Se han manejado muchas razones para explicar este cambio. Se ha dicho que ya no es el mismo desde su lesión, que el escándalo en los medios afectó sobremanera a su estoica mentalidad o que el nuevo swing que construye junto a Sean Foley no es lo suficientemente bueno. Incluso parecía que contaba con lo que en otros deportes se ha llamado “fatiga cognitiva”, que básicamente defiende que cuanto más tiempo se realiza una actividad, más fallos se cometen y más difícil es afrontar una nueva prueba con una actitud positiva, como la de los primeros días. Todos creímos en algún momento alguna de estas hipótesis, aunque él prefiere reducirlo a esta sentencia: “Cuando he sido capaz de entrenar, he rendido siempre a buen nivel”.
Los cinco torneos que ha disputado en 2013 se han saldado con tres victorias. “Está pateando mejor que una máquina”, decía Johnny Miller en The Golf Channel. En Doral hizo 100 putts en 72 hoyos; en Bay Hill, ganó 3,89 por vuelta respecto a la media del resto de participantes (15,56 en todo el torneo) y entre los dos torneos consiguió meter un total de 35 superiores a los tres metros. Woods está volviendo a meter esos putts. Los más largos, los que son para birdie o para eagle y pasan mordiendo el borde del hoyo o los cruciales para par en los momentos de máxima tensión. Su juego corto está a la altura de sus mejores años y además tiene una nueva novia. “¡Apuesten por él! ¿Cómo no va a ganar el Masters?”, parecen clamar en Las Vegas.
El número uno ha armonizado de nuevo todas las partes de su juego y si se echa un vistazo a un pequeño reportaje sobre Tiger con 14 años, se puede escuchar a su padre, Earl Woods, decir que le enseñó el golf “desde el green hasta el tee”, y no al revés. Pero patear es un viejo arte, delicado y sensible, hasta el punto de que una pequeña variación en el movimiento puede acarrear resultados desastrosos. Cuando Steve Stricker le ayudó hace unas semanas, antes del inicio del Cadillac Championship, la única variación que introdujeron fue la colocación de la mano izquierda en el grip. Nada más. En la infinita escalera del deporte, con peldaños que nunca se agotan, Woods vuelve a mirar a sus rivales desde lo más alto, y mientras podamos seguir diciendo “va a meter ese putt” es muy posible que la situación no cambie. Tiempo, como decía Ian Poulter, para «perseguir de nuevo al tigre».
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